Tranza Poética

"Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los censores, los líricamente desmadrados. Un poemínimo es un mundo, sí, pero a veces advierto que he descubierto una galaxia y que los años luz no cuentan sino como referencia, muy vaga referencia, porque el poemínimo está a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza. Y no lo toques ya más, que así es la cosa. la cosa loca, lo imprevisible, lo que te cae encima o tan sólo te roza la estrecha entendedera -y ya se te hizo".
Efraín Huerta

2 de octubre de 2006

Remolinos

Estaba colocado en el punto exacto que el plan señalaba para matar a la persona sin ningún problema. Sus jefes habían observado durante mucho tiempo las rutinas de la víctima. Ésta siempre salía del edificio de enfrente a la misma hora. Bastaba con que él la esperara ahí con el arma de fuego silenciosa y dispuesta. Él nunca le había visto, pero las descripciones eran precisas: blanco, pelo cano, estatura mediana y regordete, además se dirigiría hacia un automóvil negro. Acababa de colocarse el pasamontañas para evitar que su rostro se impregnara en alguna mirada, cuando su blanco apareció por la puerta, acompañado de otro hombre moreno y alto. Soltó el rifle, como si las fuerzas se le hubieran escapado de pronto. Estaba desconcertado y paralizado. La respiración se le escapó por un momento. El tipo al que debía matar guardaba un enorme parecido con él mismo, incluso llevaba una camisa a cuadros y arrugada, como él solía usarlas. Levantó el arma deprisa y se la acomodó bajo el brazo. Tenía que cumplir con su trabajo a como diera lugar. Los dos individuos ya estaban al lado del carro. El acompañante era el jefe de la mafia contraria a la suya. Empezaba a entender por qué le encomendaron el trabajo a él. Colocó el centro de la mirilla exactamente en el pecho del hombre blanco y rechoncho. Al tiempo que su dedo índice acarició el gatillo, se escuchó un fuerte estruendo que le hizo echarse hacia atrás.

Se quitó el pasamontañas y, cuando abrió los ojos, no podía ver con la misma claridad. Los talló desesperadamente pero en vano fue, pues sólo lograba apreciar figuras deformes, accidentadas y sin orden. Era como si todo se hubiera derretido y a la vez suspendido. Los colores tenían matices impuros, unos se mezclaban con otros, hacían una especie de remolino dando la sensación de movimiento continuo. Todo se superponía, todo se desbordaba a sí mismo. Apenas alcanzaba a distinguir la silueta de algunas cosas, entre ellas la del sujeto al que debía quitarle la vida. Quiso recoger el arma pero ella también parecía escurrirse y rehacerse en otra cosa. Pensó que así no le serviría de mucho. Fue tras el hombre y su acompañante, bajó de la azotea del edificio apresuradamente. Necesitaba alcanzarlo, tenerlo de frente para asesinarlo y cobrar el fajo de billetes que le prometieron y de paso salvar su propia vida, pues si no lograba cumplir la orden él sería la víctima. Al llegar a la avenida, no vio a nadie. ¿Por qué estoy viendo todo así? –se preguntó–. Por primera vez sintió miedo. Aquellas formas insulsas y fatuas le provocaban ansiedad. Dio vuelta a la derecha en la primera calle y en ese momento vio el vehículo del hombre, estaba esperando el verde del semáforo. Corrió hacia él antes de que pudiera escapársele. Llegó a la esquina agitado, con el sudor deslizándose sobre su frente y todavía con la angustia en la sangre. Metió su mano derecha debajo de la gabardina gris que llevaba puesta, se acercó lentamente al carro negro pero el verde del semáforo se anticipó a él. Se había escapado de nuevo.

Enfadado consigo mismo por fallar, se dirigió hacia el parque al que solía acudir para escapar por un momento de todo olor a asesinato, venganza, whisky, tabaco, pólvora, cocaína. Quería la compañía del silencio y nada más. Pasó varias horas en ese lugar. Se reclamó su estupidez demostrada al no poder concretar su objetivo. Había matado a otras gentes en condiciones más difíciles. Este caso era simple, muy simple. Eso sí, nunca su vista había sufrido tal distorsión. No se explicaba qué pasó para que su sentido se nublara de tal forma. Empezaba a marearse, a no soportar la angustia que le causaba ver todo descompuesto: árboles con troncos diminutos y ramas espesas, diluyéndose en sí mismos, con tonos que se desplazan de un lugar a otro, cuyos márgenes se ensanchan y repliegan con ondulación, con un movimiento parecido al de la orilla del mar. Los sonidos no se salvaron de la misma suerte. Eran múltiples ecos rebotando de un lado a otro, lenta o velozmente. A veces parecía que escuchaba las palabras al revés. Aún así, podía –no sin dificultad– descifrar lo que tenía frente a él. En medio de ese mundo distinto, nuevo, pervertido, no podía dejar de pensar en su error, en el hombre regordete y en el jefe de la banda enemiga. Alguna vez estuvo bajo las órdenes del último. En su juventud, cuando dejó la escuela, le fue casi imposible conseguir empleo, si no es por ese hombre hubiese muerto de hambre. Cuando nadie quiso emplearlo, ese hombre, el que ahora apareció junto a la víctima, le tendió la mano, haciéndolo su aprendiz, su discípulo, hasta que un buen día se rehusó a cumplir una orden…

Había llegado de uno de los barrios que estaban bajo el control de su camarilla. Tuvo que matar a unos cuantos rufianes que querían apoderarse del lugar mediante la venta de drogas y armas de contrabando. La operación fue sencilla. Únicamente localizaron el centro de operaciones y los atraparon ahí. Eran tres muchachos como de veinte años, más o menos de la misma edad que él, con la arrogancia en la boca, aguerridos de verdad, pero con la inexperiencia en los pies. Cuando entró, el jefe ya lo esperaba, como de costumbre, con un whisky escocés y un par de puros cubanos. Estrechó su mano con dureza, le dio un fuerte abrazo y le mostró sus regalos. Habiéndose terminado la botella, él esperaba su respectivo pago. Sin embargo, el jefe se incorporó, le pidió que hiciera lo mismo, le tomó por el brazo y caminó con él hacia la oficina. Le pidió que tomara con calma la siguiente tarea que le sería asignada. Era la más difícil –hasta entonces– que tendría que cumplir. Le pidió que matara a su propio hermano, puesto que había traicionado al grupo. No supo qué decir en ese instante, pero segundos después su respuesta fue negativa. No podía hacer semejante cosa. No mataría a la persona que siempre había estado con él. Le pidió al jefe que se asegurara que su hermano, efectivamente, había cometido una traición. Él no lo iba a matar. La amenaza no tardó en asomar la cabeza. “Si no lo matas, te mueres”, le advirtió. El único camino con salida, pensó, era matar al jefe en ese momento. Desenterró la pistola de su camisa a cuadros y apuntó…

¡Noooooo! ¡Judeeeeo, deteeeente¡ ¡Qué diaaaablos te paaaasa! Judeo escuchó su nombre y otros ecos, mientras recargaba su espalda en la banca del parque. El movimiento de la voz no le permitía ubicarla. Miró alrededor del parque con el terror más intenso de su vida. ¿Quién estaría gritando su nombre en ese lugar?, se preguntaba. ¿Habría alguien allí que se llamara igual que él? ¡Muchaaaacho, te he dichoooo que baaaajes el armaaaa, podeeeemos llegaaaar a un acueeeerdoooo! Al parecer, los gritos venían de la bodega que está a un costado del jardín. Prontamente, cruzó la calle y colocó su oído sobre la cortina del local para verificar que de ahí salía la voz. Un disparo, dos más. Pudo abrir la puerta pues sólo estaba emparejada. Allí dentro, su nublada visión se apagó por completo. Los colores insensatos dieron paso a una oscuridad infinitamente densa. Se golpeó contra una pared, luego con un objeto grande. Aparentemente cruzó una puerta. Se trastabilló con otro cuerpo, cuyo calor parecía humano, cuya humedad parecía sudor humano, sólo que más viscoso y caliente. Por fin se topó con otra persona, pudo percibir su agitada respiración. Dedujo que se trataba del asesino. Lo tocó e inmediatamente lanzó su cuerpo contra él. Pensó que era mejor matarlo antes de que también acabara con él. Al poco rato, Judeo cruzó la puerta con el cuerpo en llagas. Su velada visión regresó gradualmente. Pudo reconocer el carro aparcado dentro de la bodega, era el carro negro. Al salir del lugar, su figura se fundió con su mirada. Su cuerpo se arremolinó en sí mismo, su color ya no era uno, se había descompuesto en muchos, no escuchaba su propia voz: flotó y se diluyó en el viento.

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Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Julio Cortázar