2 de octubre de 2006
El aire era tibio
Lo primero que recuerdo es estar en un cuarto con olor a hojas, a cientos de palabras empastadas. Tenía cuatro, casi cinco años. El aire era tibio y se instalaba de golpe en la nuca. Había un ventanal con cristales de humo por el que atravesaban delgados hilos amarillos de sol; se estrellaban directamente entre el techo y la pared y resbalaban por el librero. Afuera se escuchaban voces, llantos, gritos. Todos me aturdían, prefería encender el radio; tomar un libro con fotografías y pasar cada página dando saltos, subiendo y cayendo: movimientos discontinuos para subsumir un mundo que no existe, que no se toca y por eso mismo no te daña. Ahí se respira mejor, los ojos no se nublan, la quijada no te tiembla, los recuerdos no te exprimen. Una palabra, una frase, una nota y un compás. Giras y giras. De pronto, un estruendo absorbe el aire que rasguñas. Cuando levanté la mirada, mi tío había abierto la puerta. Yo sabía que tenía que salir a reserva de merecer un ligero castigo. Recorrí el pasillo con el pecho comprimido, me sentía miserable por tanta cobardía. ¿Por qué sólo yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Tuve que pasar enfrente; no pude ver más que dedos inquietos; no me atreví a ver por encima de mis hombros. Los dedos de la gente tamborileando los vasos de unicel, parecían moverse lentamente, pero con una fuerza tal que sellaban mis párpados. No pude, di media vuelta y aceleré el paso en línea recta, azoté la puerta, coloqué el seguro… y el aire era tibio y se instalaba de golpe en la nuca. Luego, una canción, un libro, una imagen sin significados afilados, sin colores brillantes ni sonidos agudos. Todo lo creas allí, todo se mueve, nada se impregna a los poros, menos el dolor. Entonces comprendí a mi abuelo: él quería estar allí metido porque se parecía a mi mundo, él debió haberse instalado ahí, no había por qué llorarle pues por voluntad propia aceleró el paso en línea recta a donde el aire es tibio y se instala de golpe en la nuca.
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Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
Julio Cortázar
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