Tranza Poética

"Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los censores, los líricamente desmadrados. Un poemínimo es un mundo, sí, pero a veces advierto que he descubierto una galaxia y que los años luz no cuentan sino como referencia, muy vaga referencia, porque el poemínimo está a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza. Y no lo toques ya más, que así es la cosa. la cosa loca, lo imprevisible, lo que te cae encima o tan sólo te roza la estrecha entendedera -y ya se te hizo".
Efraín Huerta

16 de noviembre de 2006

No es una esposa



No estamos acostumbrados. Preferimos el orgullo, los cuellos erguidos y el análisis. Tenemos la osadía de jugar al dios y echarnos a reír. Es una pena. No sabemos escapar de nosotros mismos y de nuestra herencia de cientos de años de excremento moral occidental: supuesto epicentro desde donde contemplamos todo y creemos mover los hilos a nuestro antojo. Decidimos suponer que desde ahí lo controlamos todo, creemos en la línea recta, en lo preciso y en la transparencia, y entonces creemos que nuestra identidad está ahí, inerme, esperando ser abordada y ya, como una esposa abnegada con las piernas abiertas y tibias y con la boca exacta e intacta. No. No es así.

Pero no estamos acostumbrados a aceptarlo. Nadie quiere terminar bajo sus propios escombros; nadie quiere que su carne, vísceras, pelo, poros y la memoria caigan justo en nuestros pies. Supongo que es como saberse un poco más muerto, porque aún hay algo vivo que sabemos que se irá en picada y se clavará putrefacto en algún pequeño rincón. De ahí el intento constante por enterrar, o cuando menos disimular, lo que nos recuerda que somos repugnantes, el horror por lo que quizá siempre hemos sido. De algún modo nos hemos acostumbrado a ocultarnos.

Conozco algunas mañas que sirven para esconder lo que hay entre nosotros y nosotros. Usamos títulos nobiliarios, académicos o religiosos. Nos arropamos de categorías mandadas a hilvanar a nuestro propio gusto (bien, mal, bueno, malo, hijo de puta, un santo, los cuerdos y los locos, quien gana y quien pierde). A veces me parece que tomamos las clasificaciones como fuga o, en el mejor de los casos, como velo. Solemos usar las palabras para negar lo indecible. Con ellas creemos tener completa visibilidad y control, pero estamos lejos, es una falacia. Rebotamos de un rincón a otro, como buscando un lugar seguro para escapar de nosotros mismos sin lograrlo jamás. Para un cuerpo lleno de pus, con llagas agusanadas, no basta una buena gabardina.

Sin embargo hay un camino para perdernos miedo y botar las falsedades. Para arribar a él no se llega en un autobús de primera clase, donde te sirven café caliente y puedes estirar los pies hasta que quieras encogerlos por puro gusto. En ese camino necesitamos retorcernos en nuestra propia sangre: el punto está en reconocernos con una enorme y linda capacidad para orinar sobre el otro. Somos eso que tiembla y tiene escalofríos y los puños tensos, listos para desbaratarnos entre sí. Somos el seminarista pederasta con sus sermones podridos y absurdos, la mujer de las páginas de sociales que se acuesta en moteles de trescientos pesos y no con su marido, el violador que por las mañanas clases da clases ejemplares. Todos esos personajes somos nosotros: locos, estúpidos, enfermos, malvados, mentirosos, asesinos, fantasmas, demonios, el cerdo. Todo eso es nuestra piel y más adentro. Y lo somos porque en el fondo nos regocijamos y emergemos auténticos en esas facetas.

Caben matices, pero esos no los haré. Lo importante ahora es decir que casi todo lo humano, al menos en los últimos quinientos años de historia occidental, lo construimos sobre la soberbia, esa torre desde donde pretendemos ignorar nuestra bestialidad, ya sea con buenos modales, vestimenta fina, perfume, solapas bien planchadas, limosnas, democracia, detalles y tantas otras cosas que encubren la intensión por enterrar sigilosamente al otro que no es sino nosotros mismos (por eso no toleramos a quien lo hace abiertamente).

Siempre estaremos con nuestra bestialidad ahí, en el rincón pero latentes, alimentando a aquélla con su propia opresión. Ahí mismo, en las grietas, en medio de cada momento, se asomará un ejemplar de hombre que no será sino el hombre mismo que deambula en y con nosotros: socarrón pero temeroso, áspero y mórbido, cordial al tiempo que bestial. Las identidades humanas encontradas mutan en un solo cuadro, bajan y de pronto suben, chocan o se protegen entre sí, se mezclan, son como una nube invadiendo un día soleado o viceversa. Somos una figura y otra, a veces con armonía, casi siempre sin lógica. El mundo y nosotros mismos estamos tejidos de demonios celestiales, como el querubín que esconde sus piernas en el infierno. La identidad, entonces, es aquella pared imaginaria que une/divide a la iglesia de la cárcel.

Israel Piña

Codo a Codo

Quetzalcoatl de hierro

Siga de frente

Podrida Prohibida

Lindo DeFeKal

El Origen del Fantasma

El Garambuyal

A CU

Pásale, Hidalgo

La Espera

Juntos hasta en la muerte

El Avión

Nada qué hacer

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Julio Cortázar