Tranza Poética

"Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los censores, los líricamente desmadrados. Un poemínimo es un mundo, sí, pero a veces advierto que he descubierto una galaxia y que los años luz no cuentan sino como referencia, muy vaga referencia, porque el poemínimo está a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza. Y no lo toques ya más, que así es la cosa. la cosa loca, lo imprevisible, lo que te cae encima o tan sólo te roza la estrecha entendedera -y ya se te hizo".
Efraín Huerta

2 de octubre de 2006

No me molesten

Ni madres

Remolinos

Estaba colocado en el punto exacto que el plan señalaba para matar a la persona sin ningún problema. Sus jefes habían observado durante mucho tiempo las rutinas de la víctima. Ésta siempre salía del edificio de enfrente a la misma hora. Bastaba con que él la esperara ahí con el arma de fuego silenciosa y dispuesta. Él nunca le había visto, pero las descripciones eran precisas: blanco, pelo cano, estatura mediana y regordete, además se dirigiría hacia un automóvil negro. Acababa de colocarse el pasamontañas para evitar que su rostro se impregnara en alguna mirada, cuando su blanco apareció por la puerta, acompañado de otro hombre moreno y alto. Soltó el rifle, como si las fuerzas se le hubieran escapado de pronto. Estaba desconcertado y paralizado. La respiración se le escapó por un momento. El tipo al que debía matar guardaba un enorme parecido con él mismo, incluso llevaba una camisa a cuadros y arrugada, como él solía usarlas. Levantó el arma deprisa y se la acomodó bajo el brazo. Tenía que cumplir con su trabajo a como diera lugar. Los dos individuos ya estaban al lado del carro. El acompañante era el jefe de la mafia contraria a la suya. Empezaba a entender por qué le encomendaron el trabajo a él. Colocó el centro de la mirilla exactamente en el pecho del hombre blanco y rechoncho. Al tiempo que su dedo índice acarició el gatillo, se escuchó un fuerte estruendo que le hizo echarse hacia atrás.

Se quitó el pasamontañas y, cuando abrió los ojos, no podía ver con la misma claridad. Los talló desesperadamente pero en vano fue, pues sólo lograba apreciar figuras deformes, accidentadas y sin orden. Era como si todo se hubiera derretido y a la vez suspendido. Los colores tenían matices impuros, unos se mezclaban con otros, hacían una especie de remolino dando la sensación de movimiento continuo. Todo se superponía, todo se desbordaba a sí mismo. Apenas alcanzaba a distinguir la silueta de algunas cosas, entre ellas la del sujeto al que debía quitarle la vida. Quiso recoger el arma pero ella también parecía escurrirse y rehacerse en otra cosa. Pensó que así no le serviría de mucho. Fue tras el hombre y su acompañante, bajó de la azotea del edificio apresuradamente. Necesitaba alcanzarlo, tenerlo de frente para asesinarlo y cobrar el fajo de billetes que le prometieron y de paso salvar su propia vida, pues si no lograba cumplir la orden él sería la víctima. Al llegar a la avenida, no vio a nadie. ¿Por qué estoy viendo todo así? –se preguntó–. Por primera vez sintió miedo. Aquellas formas insulsas y fatuas le provocaban ansiedad. Dio vuelta a la derecha en la primera calle y en ese momento vio el vehículo del hombre, estaba esperando el verde del semáforo. Corrió hacia él antes de que pudiera escapársele. Llegó a la esquina agitado, con el sudor deslizándose sobre su frente y todavía con la angustia en la sangre. Metió su mano derecha debajo de la gabardina gris que llevaba puesta, se acercó lentamente al carro negro pero el verde del semáforo se anticipó a él. Se había escapado de nuevo.

Enfadado consigo mismo por fallar, se dirigió hacia el parque al que solía acudir para escapar por un momento de todo olor a asesinato, venganza, whisky, tabaco, pólvora, cocaína. Quería la compañía del silencio y nada más. Pasó varias horas en ese lugar. Se reclamó su estupidez demostrada al no poder concretar su objetivo. Había matado a otras gentes en condiciones más difíciles. Este caso era simple, muy simple. Eso sí, nunca su vista había sufrido tal distorsión. No se explicaba qué pasó para que su sentido se nublara de tal forma. Empezaba a marearse, a no soportar la angustia que le causaba ver todo descompuesto: árboles con troncos diminutos y ramas espesas, diluyéndose en sí mismos, con tonos que se desplazan de un lugar a otro, cuyos márgenes se ensanchan y repliegan con ondulación, con un movimiento parecido al de la orilla del mar. Los sonidos no se salvaron de la misma suerte. Eran múltiples ecos rebotando de un lado a otro, lenta o velozmente. A veces parecía que escuchaba las palabras al revés. Aún así, podía –no sin dificultad– descifrar lo que tenía frente a él. En medio de ese mundo distinto, nuevo, pervertido, no podía dejar de pensar en su error, en el hombre regordete y en el jefe de la banda enemiga. Alguna vez estuvo bajo las órdenes del último. En su juventud, cuando dejó la escuela, le fue casi imposible conseguir empleo, si no es por ese hombre hubiese muerto de hambre. Cuando nadie quiso emplearlo, ese hombre, el que ahora apareció junto a la víctima, le tendió la mano, haciéndolo su aprendiz, su discípulo, hasta que un buen día se rehusó a cumplir una orden…

Había llegado de uno de los barrios que estaban bajo el control de su camarilla. Tuvo que matar a unos cuantos rufianes que querían apoderarse del lugar mediante la venta de drogas y armas de contrabando. La operación fue sencilla. Únicamente localizaron el centro de operaciones y los atraparon ahí. Eran tres muchachos como de veinte años, más o menos de la misma edad que él, con la arrogancia en la boca, aguerridos de verdad, pero con la inexperiencia en los pies. Cuando entró, el jefe ya lo esperaba, como de costumbre, con un whisky escocés y un par de puros cubanos. Estrechó su mano con dureza, le dio un fuerte abrazo y le mostró sus regalos. Habiéndose terminado la botella, él esperaba su respectivo pago. Sin embargo, el jefe se incorporó, le pidió que hiciera lo mismo, le tomó por el brazo y caminó con él hacia la oficina. Le pidió que tomara con calma la siguiente tarea que le sería asignada. Era la más difícil –hasta entonces– que tendría que cumplir. Le pidió que matara a su propio hermano, puesto que había traicionado al grupo. No supo qué decir en ese instante, pero segundos después su respuesta fue negativa. No podía hacer semejante cosa. No mataría a la persona que siempre había estado con él. Le pidió al jefe que se asegurara que su hermano, efectivamente, había cometido una traición. Él no lo iba a matar. La amenaza no tardó en asomar la cabeza. “Si no lo matas, te mueres”, le advirtió. El único camino con salida, pensó, era matar al jefe en ese momento. Desenterró la pistola de su camisa a cuadros y apuntó…

¡Noooooo! ¡Judeeeeo, deteeeente¡ ¡Qué diaaaablos te paaaasa! Judeo escuchó su nombre y otros ecos, mientras recargaba su espalda en la banca del parque. El movimiento de la voz no le permitía ubicarla. Miró alrededor del parque con el terror más intenso de su vida. ¿Quién estaría gritando su nombre en ese lugar?, se preguntaba. ¿Habría alguien allí que se llamara igual que él? ¡Muchaaaacho, te he dichoooo que baaaajes el armaaaa, podeeeemos llegaaaar a un acueeeerdoooo! Al parecer, los gritos venían de la bodega que está a un costado del jardín. Prontamente, cruzó la calle y colocó su oído sobre la cortina del local para verificar que de ahí salía la voz. Un disparo, dos más. Pudo abrir la puerta pues sólo estaba emparejada. Allí dentro, su nublada visión se apagó por completo. Los colores insensatos dieron paso a una oscuridad infinitamente densa. Se golpeó contra una pared, luego con un objeto grande. Aparentemente cruzó una puerta. Se trastabilló con otro cuerpo, cuyo calor parecía humano, cuya humedad parecía sudor humano, sólo que más viscoso y caliente. Por fin se topó con otra persona, pudo percibir su agitada respiración. Dedujo que se trataba del asesino. Lo tocó e inmediatamente lanzó su cuerpo contra él. Pensó que era mejor matarlo antes de que también acabara con él. Al poco rato, Judeo cruzó la puerta con el cuerpo en llagas. Su velada visión regresó gradualmente. Pudo reconocer el carro aparcado dentro de la bodega, era el carro negro. Al salir del lugar, su figura se fundió con su mirada. Su cuerpo se arremolinó en sí mismo, su color ya no era uno, se había descompuesto en muchos, no escuchaba su propia voz: flotó y se diluyó en el viento.

Una Chingadera

Durante todo el día el cielo ha estado cerrado. Tal parece que las nubes bien saben de mi propensión a ponerme nostálgico si ellas se oscurecen. También el viento da muestras de su fuerza y vivacidad: las hojas de los árboles nos miran y murmuran desde lo alto, la basura flota sobre el asfalto. El aire de la ciudad está limpio; estos días siempre son limpios. Los días así me dan sueño.

Como todos las mañanas, apenas pude levantarme de la cama. Los ojos me pesaban como la conciencia. El cuerpo parecía ajeno a mí. Ningún rayo intenso de sol que me obligara a despertar. Nada; solo yo y mi estado psicológico que está entre lo real y la fantasía. Quizá sea eso lo que me gusta, ni soñar ni despertar por completo: agonía

De hecho dormí muy poco. Me recosté de madrugada, pero únicamente me enredaba en imágenes tontas o crueles, todas irónicas. Y entre todas ellas, había un sentimiento de haber dejado algo inconcluso (¿acaso existe la conclusión?). No sé bien a bien si fue mi libro pendiente o las palabras ambiguas que escuché por la tarde: lecturas por hacer.

Todo en el universo está por hacerse. “Esto lo estoy tocando mañana”, diría un personaje de esos ojos separados. Todo está por venir. Quizá esa sea siempre nuestra percepción porque esperamos imágenes ideales. Nunca la contradicción. Pero, ¡oh desgracia!, ni el tiempo ni la idea pura existen; lo más parecido a ella es la muerte.

El cosmos es fricción. El big-bang es (y digo “es” porque sigue en proceso silencioso) resultado de la fricción incesante entre partículas. El calor tiene su origen en la misma situación. Hasta en la estructura del agua sólida hay movimiento; mínimo pero existe. Entonces, ¿por qué construir la ilusión del equilibrio negando la contradicción? El camino no es la negación, sino la aceptación de lo irremediable.

El tiempo es una de dichas negaciones. El tiempo cuantificado no existe, es una invención del hombre para negar al dios Caos. Invención primitiva, reacción salvaje. De un manotazo hemos pretendido separar al tiempo del espacio para liberarnos de la angustia.

¿Qué pasaría si aceptamos que las tres dimensiones espaciales y el tiempo son indisolubles (el tiempo como la cuarta dimensión)? Los tiempos se multiplican. Hay tantos tiempos como espacios: cuerpos. El tiempo es una sensación del cuerpo; por lo tanto no podemos aprisionarlo en una sucesión numérica. Tiempo cuerpo. Cuerpo tiempo. Fragmentos y totalidad.

Aunque el tiempo se multiplica no deja de conservar su unidad. Se trata de una pelota multicolor, con distintas texturas y tonos; como nuestro planeta. Esto es, la unidad se entreteje de muchas y contradictorias ideas. Más aún, de las asperezas surgen las ideas: movimiento continuo y discontinuo.

¿Te imaginas el contacto entre dos o más superficies (ideas) absolutamente lisas (coherentes)? No hay fricción, no hay sensación. Hay movimiento pero uniforme: efímero. Es como si una mano recorriera tu piel y tú jamás la sintieras. ¿Qué aburrido, no? Fastidioso lo acabado, tedioso lo coherente.

De entre las grietas que producen los choques, emergen los cabellos y los ojos de lo vivo. De entre los estragos que provoca el movimiento nacen los bellos erizados y las gargantas nauseabundas: la sangre corre, el corazón palpita, el cielo se resbala, el agua vuela, los sexos se acarician, el cuerpo suda, las pupilas se dilatan y contraen, las lágrimas brincan, los dedos tamborilean.

El mundo… nosotros… somos acuosos. No hay coherencia, no hay absoluto. El lenguaje puramente referencial es un cuento. La semántica asesina cualquier ortografía y sintaxis perfectas. El antiheroe, la poesía. El sentido unívoco no existe, ni en los chistes. Siempre hay otro camino para inventar/interpretar. Es doloroso, es cierto, como en todas las fracturas.

En la posibilidad siempre gobierna la angustia y la incertidumbre. Cuando el horizonte no existe, no hay línea a la cual colgar tu existencia. Peor/mejor aún: cuando sabes que puede haber muchos horizontes las líneas de tu cuerpo se rompen; de entre ellas brota sangre, dolor. Un cuerpo sin sangre es un cadáver. Un cuerpo que duele y goza es un cuerpo vivo.

Así que… muera la coherencia absoluta… muera la muerte la muerte de lo infinito… muera lo eterno:

...si algún día ves a Dios, escúpelo a la cara porque Él será el culpable de que el mundo/mundos (sentidos) muera en seis días.

A una golfa

No sabremos jamás que hubiera sido de nosotros sin nosotros. Un instante bastó para quedar fuera de otras historias. El día que tu cabeza se asomó por entre la puerta o tal vez el error administrativo o mis tareas para las próximas materias o tal vez todo. No lo sabremos. Un solo instante y nada más. ¿Qué seríamos ahora si jamás te hubieras asomado? ¿Somos lo que ya no somos por ese breve lapso? ¿Recordar nos valdría para modificar lo que viene? ¿Valdría la pena no ser más? Saltar una vez más, un salto hacia atrás, a donde sólo es recuerdo, la mirada fija y amarillenta, resquebrajada: ¿será posible pisar en un vidrio roto? Irse y ya, sin futuro, sin planes, sin temor a lo que se desvanecerá en el paso, que no es sino nosotros mismos. No estamos acostumbrados. Somos eso que está en la nuca, con todo y los escalofríos, con todo y las peleas tontas, la mirada temblando y los puños tensos, todo eso, tu mamá y sus prejuicios y tu padre con sus consejos podridos y absurdos. El miedo no está en lo que podríamos dejar de ser ahora ni en lo que podríamos ser si todo fuera reversible, sino en que aquello que fue sea de otra manera, porque seguro que será de otra forma, no seremos los del recuerdo, eso es lo que duele, la imagen transfigurada y que en ello se nos vaya algo que poseíamos, de lo poco atrapado entre los dedos. La gente cree que el pasado está ahí, inerme, esperando ser recordado y ya, como una prostituta con las piernas abiertas, con las palabras exactas y los colores intactos. No. No es así. Cambia desde el momento en que se recuerda. Jamás es recordado desde el mismo lugar y ahí se nos va lo exacto. Entonces debo pensar que no ya estás ahí e incluso que en cada línea vas siendo otra o dejando de ser otra, da lo mismo. ¿A qué se está ligado entonces? ¿A la madeja de desvanecimientos? Al fin y al cabo no te has ido como pensabas que te ibas, te has ido de otra manera, de la manera en como yo te he ido corriendo, con mi estilo y mis torpezas, a fuerza de nostalgias vestidas de negro y arrepentimientos inútiles. Tus desdenes y escupitajos sobre mi cuerpo no son humillantes como pensaste. Es más humillante irte creyendo que dejas una huella de determinada talla, de la talla de tu inmundicia y tus ganas de verme muerto o al menos sepultado bajo tu palabrería. Va, qué porquería. Ni tú ni yo. El recuerdo bajo sus caprichos deformantes es lo que gana. Ni siquiera las ganas de encontrarte y tomarte de las vísceras y estrujarlas, enredarlas y arrancarlas de golpe para luego azotarlas en la ventana y en el acto se rajen. Ni si quiera esas ansias por llamarte y sacarte un par de lágrimas con palabras de acero afiladas. Es el recuerdo quien nos condena y lo peor es que no nos enteramos. Creemos recordar a nuestro antojo cuando recordamos al antojo del recuerdo. ¿Quién recuerda a quién? Darle la vuelta una y otra vez a la venda no es lo mismo que darle la vuelta una y otra vez a la venda. Embarrarle odios al pan no es lo mismo que embarrarle odios otra vez, aún tratándose del mismo pan. Te recomiendo dejar el orgullo y los cuellos erguidos. Están de más tus análisis autoabsolutorios, tus baños de dignidad. De cualquier manera nos despreciaste. Tuviste la osadía de jugar al dios, de mover los hilos y echarte a reír. Es una pena, quién te crees para deslizar el tiempo del otro, para corroerlo y pisotearlo. ¿No te diste cuenta que en él ibas un poco tú? Mírate, aplastándome en el puente, lanzando a la avenida mis flores y ese pequeño torbellino de vida que había en mí; ahí también ibas tú, déjame te cuento. No supiste escapar de ti misma y tu herencia de cientos de años de excremento moral, de tu condena occidental, de tu supuesto centro, desde donde contemplas todo y crees mover los hilos, sin rozarlo, sin quemarte o soltar un suspiro, de esos que se sueltan cuando un placer nos libera en su extinción. Decidiste mirar y suponer que ahí lo controlabas todo, que tus anteojos bastaban. Decidiste. Ese es el problema, decidir sin más, creyendo en la línea recta, en el vaso con agua definitiva, en lo preciso y claro. Me da asco tu claridad, tus decisiones, tu sentido de lo correcto. Es pura mierda esclerótica, eres pura mierda pura creyendo fijar el recuerdo.

Mundos enlatados

¿Alguna vez has oído en boca de los ancianos o visto en los multimedia de historia sobre esos seres extraños que, si bien eran humanos, tenían un cuerpo de carne cubierto de piel? Existieron hace un par de siglos. De hecho, se puede decir que son tus antepasados. Eran gordos o flacos, bajitos o de gran estatura, amarillos, blancos, morenos y negros, con cabello negro o rubio, calvos o con largas cabelleras; además eran muchos, demasiados, millones y hablaban idiomas distintos. Todos tan distintos. Pronto fue necesario desaparecer todos los rasgos anteriores (ello se logró gracias a los prelados científicos y sus avances genético-tecnológicos), pues de lo contrario nosotros no gozaríamos de este orden tan paradisíaco.

¡Ah! Pero algunos de ellos poseían características todavía más problemáticas, aunque más placenteras y más dolorosas de lo que hoy conocemos como placer y dolor: sentimientos e imaginación. Éstas, nada tienen que ver con producir eficientemente el producto que te tocó elaborar durante tu existencia (a propósito de existencias, su esperanza de vida era diez veces menos que la tuya); se parecen más a lo que provoca una gota de agua –cuando llega a caer– o un gramo de ceniza viva en los pequeños centímetros de carne que tenemos en el cuerpo. De ese mundo, en verdad te digo, ya nada queda.

Pero nosotros ponemos a tu alcance eso que hasta hoy conoces sólo porque te lo han contado o lo has visto en un disco multimedia. Ya puedes experimentar un sueño, puedes amar, puedes soltar una estrepitosa risa, tal vez llorar o quizá odiar. Si lo prefieres, dolor también puedes pasar. Después de largas y costosas investigaciones, un grupo de expertos en biogenética logró producir una sustancia química muy similar a la que se generaba en el cerebro de aquellos humanos, para luego introducirla en un bonito envase de aluminio. Ahora, puedes adquirir este producto en cualquier centro comercial.

Contamos con una larga lista de emociones y sueños, muchos de ellos hasta ahora desconocidos para ti: podemos llevarte hasta un sillón colocado frente a un ventanal que enmarca árboles de grueso tronco con faldas de hojarasca, donde podrás disfrutar de un buen ejemplar de Cervantes o de alguna pieza de Mozart. Podemos obsequiarte una caminata nocturna por las extintas calles empedradas con olor a caoba. Tal vez quieras sentir un amanecer sumergido en lo que llamaban bosque. O quizá quieras sentir lo que la gente sentía al conversar con los amigos o pasar sus dedos por la piel de la pareja.

Con nuestros productos puedes imaginar un sin fin de mundos posibles, todos previamente clasificados y codificados para evitar un descontrol. Mas no desechamos la posibilidad de que tú realices pedidos especiales. Si, por ejemplo, no te satisface una lata que te lleve a nadar en el agua cristalina de un río o de una playa, de esas que hace años desaparecieron, puedes solicitarnos –vía galaxinet, por su puesto– el escenario que te gustaría disfrutar, anexando la fuente documental donde supiste de él.

Si tú quieres y tus arcas lo permiten, también te ofrecemos la sustancia química pura, es decir, no se trata de un sueño en específico ni de un sentimiento previamente seleccionado. Simplemente consumes la sustancia activa en bruto y el ambiente surge, como si hubiera estado escondido durante años esperando la llave correcta para escapar. No hay nada previo en el envase, todo lo construyes tú: eres la génesis, las manos de alfarero y el ocaso de lo que consigas.

Por recurrir a la nostalgia del pasado, el producto que hemos logrado confeccionar, hemos sido atacados por los sectores más letrados de la sociedad, lo han calificado de anti-moderno, de atentar contra los valores universales del hombre y, por lo tanto, de socavar el orden conseguido con al inversión de tatos esfuerzos durante decenios. Lo cierto es que más allá de desafiar el statu quo de nuestro mundo, esta innovación mercantil permitirá dos cuestiones: controlar lo que otro pudiera mal usar y, dos, enfrentar a nuestros ciudadanos a la angustia de la imaginación para que valoren su rentable vida.

Fantasmas

La mayoría de las cosas que esperamos jamás llegan. Y si llegan, no es como las esperábamos. Pero… ¿no es eso lo que nos mantiene despiertos en la penumbra de nuestras vidas? No sólo esperar algo nos pincha el deseo, también el esperar que algo no se vaya jamás, nos mantiene alertas y, peor/mejor aún, en ocasiones también esperamos que algo se vaya y nunca se va. Dedos entretejidos que van a ninguna dirección: algunos desaparecen otros se anuncian –pero sólo se anuncian- y uno que otro se queda ahí. La nostalgia tal vez nunca se va. Cuando creemos que se ha ido, en realidad sólo se ha escondido para engordar y después explotar: llanto, gritos, alcohol… lluvia. Lluvia recuerdo. Pasado en la piel; presente en la memoria. Gotas que caen como alfiler en la añoranza. Charcos con cielo nunca visto. Los días nublados y su lluvia son por todos tan temidos, pues muestran la fragilidad de nuestro mundo. Mundo hecho apenas de papel. Además, las gotas nos recuerdan que no somos más que cuerpo: prisión y útero; líquido amniótico para resbalar en el mismo charco. Masoquismo o conciencia fundante, no sé, pero a mí me agrada caminar con la lluvia sobre mi espalda. Casualmente lo acabo de hacer anteayer. ¿Lo ves? La nostalgia y el placer son la misma cosa. A veces las creemos distintas: ficción, ilusión. Necesitamos en el mismo altar a Eros y Tánatos, Apolo y Dionisio.

Entre la muerte y la vida se enredan infinidad de hilos por los que se desplaza el sentido. Se trata de trampas o bromas que le jugamos (¿o nos juega?) a las prisiones de este mundo, a las soberbias que tanto odio: racionalidad técnica instrumental y pragmatismo. Los distintos tonos entre el negro y el blanco nos pertenecen, por ellas tenemos oportunidad de deslizar lo que los formalismos desechan: deseo, placer, miedo, ansiedad, sollozo, amor, locura, absurdos, imaginación, pasión. Guanajuato es una ciudad levantada por dichos tonos o hilos. Ella en sí misma es uno de esos hilos. De ahí su capacidad para atraparnos. Es la ciudad de la locura, del pasado sangrando, de los fantasmas insatisfechos. ¿Seremos nosotros fantasmas insatisfechos? Tal vez; los fantasmas no tienen forma, se alejan de ella, la repugnan. Quizá por ello nuestro acercamiento se parezca más a la mezcla entre entes disipados que a una fórmula matemática. Qué le vamos a hacer, si ya caminamos por la “calle melancolía”.

En la nuca

- El mundo está justo detrás de tu nuca, ¿lo sientes? No, que lo vas a sentir, ni siquiera imaginar. Siempre has sido el mismo que los demás pretenden que seas.

- No se trata de sentir nada. Cuando se sabe que ahí está como algo inevitable, no es necesario saber nada más. Siempre con tus complicaciones. ¿No puedes aceptar el mundo sin exigirle ideas a cambio.

- Estás muerto, Ignacio.

- ¿Y quién no lo está? ¿Tú crees que porque hablas estás vivo? Vaya equivocación. Eres muy... inocente. Sí, inocente, eso es lo que eres. Nunca se te ha ocurrido que eres un muerto o espíritu que camina en los dientes de otro que también se cree muy vivo pero que en realidad es un muerto más que forma parte del polvo de alguien que vivió realmente. Mira que eso de creerte verdadero.

- Mejor cállate ya que este frío cala como tú. Ya son dos días que no nos traen ni un pan duro. No han asomado ni puta palabra. Haber cuánto duramos a este paso.

- Y para qué quieres durar. Un millón de veces meter el cuerpo en la misma mierda. Es verdad que de vez en cuando debemos hacerlo y sangrar un poco, pero nosotros ya no tenemos ni una gota de sangre. Sería mejor estar muertos y que esto sólo sea un paso a algo más grande y menos inmundo y mañana, que puede ser dentro de mil años o hace cien, vos estés del otro lado del mundo, no el de la nunca (¿por qué detrás?), mejor en los ojos o la nariz o si quieres la boca.

El aire era tibio

Lo primero que recuerdo es estar en un cuarto con olor a hojas, a cientos de palabras empastadas. Tenía cuatro, casi cinco años. El aire era tibio y se instalaba de golpe en la nuca. Había un ventanal con cristales de humo por el que atravesaban delgados hilos amarillos de sol; se estrellaban directamente entre el techo y la pared y resbalaban por el librero. Afuera se escuchaban voces, llantos, gritos. Todos me aturdían, prefería encender el radio; tomar un libro con fotografías y pasar cada página dando saltos, subiendo y cayendo: movimientos discontinuos para subsumir un mundo que no existe, que no se toca y por eso mismo no te daña. Ahí se respira mejor, los ojos no se nublan, la quijada no te tiembla, los recuerdos no te exprimen. Una palabra, una frase, una nota y un compás. Giras y giras. De pronto, un estruendo absorbe el aire que rasguñas. Cuando levanté la mirada, mi tío había abierto la puerta. Yo sabía que tenía que salir a reserva de merecer un ligero castigo. Recorrí el pasillo con el pecho comprimido, me sentía miserable por tanta cobardía. ¿Por qué sólo yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Tuve que pasar enfrente; no pude ver más que dedos inquietos; no me atreví a ver por encima de mis hombros. Los dedos de la gente tamborileando los vasos de unicel, parecían moverse lentamente, pero con una fuerza tal que sellaban mis párpados. No pude, di media vuelta y aceleré el paso en línea recta, azoté la puerta, coloqué el seguro… y el aire era tibio y se instalaba de golpe en la nuca. Luego, una canción, un libro, una imagen sin significados afilados, sin colores brillantes ni sonidos agudos. Todo lo creas allí, todo se mueve, nada se impregna a los poros, menos el dolor. Entonces comprendí a mi abuelo: él quería estar allí metido porque se parecía a mi mundo, él debió haberse instalado ahí, no había por qué llorarle pues por voluntad propia aceleró el paso en línea recta a donde el aire es tibio y se instala de golpe en la nuca.

Por última vez

Alzó el pubis, no sé si en señal de placer o de ofrecimiento, lo más probable es que en señal de ambas cosas. Cuando a una mujer se le ha causado el suficiente placer, levanta el pubis en señal de ofrecimiento. Lo ofrece, sin embargo, no para que la poseas, sino para poseerte: en él te derramas y te absorbe.

Maribel lanzó un gemido. No conozco humedad más dulce que la de ella. Su sabor, vaya sabor, eterno e implacable. Su cuerpo tiene un vaporcito que te jala como un vórtice, vas y venís a su antojo, a su ritmo y urgencia. El mundo se desvanece, huye como espantado de tanta perfección. Es sólo por un instante, es cierto, pero el sexo jamás volverá a ser el mismo.

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Julio Cortázar