Tranza Poética

"Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los censores, los líricamente desmadrados. Un poemínimo es un mundo, sí, pero a veces advierto que he descubierto una galaxia y que los años luz no cuentan sino como referencia, muy vaga referencia, porque el poemínimo está a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza. Y no lo toques ya más, que así es la cosa. la cosa loca, lo imprevisible, lo que te cae encima o tan sólo te roza la estrecha entendedera -y ya se te hizo".
Efraín Huerta

31 de enero de 2007

No sé… ¿cómo te explico?

Para Laura con G, Ely, Don Rubén y Ernest. Vale y salud.

Siempre me cuesta mucho trabajo empezar. Los finales, por el contrario, me resultan más fáciles. ¿Puedo comenzar por el final, el de nosotros? ¿Por tu último día en este edificio con facha de panteón de pobres? ¿O por las palabras que preferí echar a remojar antes de tenderlas en una carta? ¿Por tu silueta de Gala de espaldas que ya no se asoma a las diez en punto? Aquí estoy, pues, con esta manía por no quedarme callado y buscar, casi siempre con torpeza y sin éxito, algunas palabras certeras para que me entiendas que… Qué tal, Laura. Muy común. ¿Cómo te ha ido en tu nuevo trabajo? No me convence. Caray, cómo te lo digo. Desde que te fuiste, todos los días miro el elevador y me quedo esperando unos cuantos minutos por si llegas, así sin avisar. No, no, no. Este inicio está peor. Sigo, ni modo, ya ando en éstas. Debo apurarme antes de que llegue el doctor Chunga y llame y me diga “¿qué dice hoy el periódico de mí?”. Aquel jueves tenía un buen manojo de cosas que decirte, pero no quería estropear la despedida y cancelar toda posibilidad de reencuentro. Tuve que aguantarme. Lo que no aguanté fueron las ganas de llorar. Claro, aquí en la oficina no; en este lugar no dan ganas de nada, ni siquiera de llorar. Sí, te lo juro, por mi abuelota del rock and roll –como dice mi amigo el Cuevas. Yo, sí, yo, lloré por kilómetros, ¿quién más te iba a llorar aquí? Te lo juro, hubieras visto. Ya sé, dirás que soy muy dramático, pero qué se puede hacer. Aquella mañana en el centro, en la Plaza Universidad, se me reveló algo distinto. No sé. No lo hubiera pensado de una UP de negocios. Cha’, ahí está el timbre del teléfono, tan tedioso, amenazador y burlón, como siempre. “Sí, está bien, el informe de presidencia”. Debo inventar: en el último mes se elevó considerablemente el número de asistencia a eventos sociales. Así no, cambio la frase por actividades de representación. Un momento. Representación, representación, como si de verdad representáramos a alguien. Tendré que mentir, me lo enseñaron porque lo disfrutan. Con atención al Presidente de la República, Felicio Cuarón, y con copia a Rush. Cuántas ficciones pueden meterse en los informes. Qué estupidez, pero es necesario para disimular o cuando menos justificar su pendejismo. Hay que hacerlo. Por tal motivo, Señor Presidente, solicitamos su apoyo para realizar dicho evento y convertir, de esta manera, a Tlacoltitlán en un estado líder y competitivo a nivel global. Cuántas mentiras. ¿Cuántas mentiras le caben a una ambición? No lo sé, pero él es feliz; ella, la hermana, también. Imprimo, lo revisa, firma y dice perfecto. Una carta más a los Reyes Magos de parte de Pinocho. Me dicen que se ha ido. Casi la una de la tarde y continúo. Cómo te explico. Te extraño, como en la canción de Sabina, la que acabo de postear en mi blog. Es en serio. Nadie lo hubiera imaginado. ¿Yo, el más desapegado de los Camacho? Demonios, es la hora de la comida y ni una buena frase. Me coloco como No conectado en el Messenger y me voy, casi huyo. Salgo del edificio hacia el frío que me recuerda ese antiguo camino a la Flaca, en el poniente del D.F. No quiero comer, no quiero nada, sólo caminar por Chapultepec y convencerme de que yo para vos soy como ese que veo desde aquí y probablemente nunca volveré a encontrarme. Camino, uno, dos, tres pasos y me paro sobre la banca, luego brinco hasta la jardinera y enseguida abrazo un árbol. Todos me ven. Dicen que cuando abrazamos un árbol nos conectamos con el centro de la tierra y todo lo superficial desaparece. Pero sigues ahí, no eres nada trivial. Tengo una hora para comer, oficialmente, pero en realidad son dos, como las que se toma la jefa ilegítima. Veo a todos los ejecutivos e intelectuales repartidos en restaurantes y cafés. No cabe duda. No importa comer, sino el estatus. Las personas que sé más esperan la hora de comida y en verdad la disfrutan no están ahí. Ahora mismo conversan y se desahogan en un comedor improvisado en una sala de capacitación tras la demolición del de siempre. La misma calle de regreso, es hermosa, como tú, un poco menos. Ja, juar, juar, ¿así de cursi? Me vale madre, es lo que pienso. Casi dan las tres y me siento a pensar en el inicio de la carta. Había supuesto que sería más fácil escribirla, justo con la facilidad con que vos me tienes aquí pensando en ti y en tu carta. Sin embargo, es una historia poco común. Es una historia de un tipo que está irremediablemente enamorado de una mujer, pero una fuerza sobrenatural identificada sólo por su envidia se empeña en estropearlo todo: ella no se interesa ni en él ni en su carta que con tanta angustia pretende empezar. Vuelvo y en la pantalla encuentro el documento abierto y en blanco. Vuelve a llamar el jefe. Que unas correcciones y otra gran idea. Fácil de ignorar, ridículo, qué risa, increíble. Hago otro esfuerzo por comenzar. Aquella mañana… aquella mañana de noviembre. No doy una. ¿Por qué no aceptar que soy incapaz de hacer esto? No puedo escribir nada. Pero te extraño y no lo soporto más. Esa tarde no quise –no pude tampoco– decirte que andaría semanas enteras de un triste de lo más insoportable. Me harías –me haces– falta. Soy tan ordinario y tú eres tan linda, ¿qué quieres que yo haga sino abandonarme? Cómo evitar este lugar común: las horas son más largas sin vos, sin vos para pelear, sin vos para recibir un desdén o un pequeño regalo. Vos no estás y es suficiente para que yo esté aquí, en una oficina distinta a la tuya, imaginando y lamentado qué hubiera pasado si me hubiera atrevido: tus labios y unas ganas de pasarte mi mano por tu cara, acariciarte despacio, por un siglo y medio más o menos, y tomarte las mejillas, besarte la frente y abrazarte con el mundo pausado por dos o tres semanas. Nunca, nunca, nunca lo hice. Bah, qué cobarde. Llaman a junta de 4:45. Que el equipo, las exportaciones, el gobierno y sus secuaces, los nuevos asesores externos rintintín y no sé qué otras fieras más. Me pierdo, no alcanzo a entender, pero es lo mismo de siempre, lo sé, aunque los demás, unos pocos (dos o tres), me vean perdido y se pregunten en qué pienso. Soy sospechoso e ineficiente, lo confieso. Todo aquel que se atreva a contradecir o de plano no escuche es sospechoso y se convierte en automático en candidato a ser vigilado por la jefatura de la policía ultrasecreta; ilegítima, ya dijimos. Esto también me vale madre. No me importa, como aquel día de la primera junta del año cuando yo sólo podía pensar por qué no querías nada con nadie por ahora. ¿Y después?, te pregunté. No sabías, ni siquiera estabas segura de seguir viva. Luego apagaste la luz para que no viera yo tus defectos. No te preocupes –me dije a mí mismo-, llevo meses tratando de encontrarte una mancha y no he podido. Subiste al elevador, el famoso elevador, y desapareciste. Por favor, necesito saber qué significa exactamente “no fuerces las cosas”. Mis amigas dicen que es una puerta entreabierta pero atrancada por el miedo. No puedo escribir nada. Por la puerta se asoma otra asesora, bien maquillada y con el imprescindible escote. Hola, qué tal, los patrocinios y la Feria. Se para frente a mí. Otra vez la pregunta: ¿no sabes cuándo aterrizamos en un proyecto porque sigo en espera? No pude decirle que se alejara del teatro, del mal teatro, y le dije “estamos planeando” y al mismo tiempo estaba pensando en ti. Alguien me llamó por teléfono y me salvó del ritual previsto; ya está. No es sencillo, siempre cuesta demasiado –a mí por lo menos- escribir lo que uno quisiera escribir. Dicen por ahí que uno escribe lo que puede, no lo que quiere. Ni un borrador, nada, absolutamente nada, la hoja sigue en blanco. Escucho algo de música y ni así. Me puse a recordarte otra vez al detalle para ver si así me salía algo; pasé por tu pelo y por tu piel, por tu contoneo y esa concentración tuya que a veces lastima. Acaricié el árbol que me regalaste (que, por cierto, está reviviendo, cada vez está más verde, déjame te cuento) en lugar de teclear. Casi lloro otra vez pero alguien se me aparece en el momento y basta. “Vine a pagar”, me dice. Aquí no es, vaya con la licenciada Mariela Millán. “Ella me mandó con usted”, me reclama. Qué coraje, las mismas idioteces. Es un error, regrese con ella y disculpe. Váyase ya, ronroneo, no se da cuenta de que quiero inventarte otra vez y volver a leer tu correo de despedida no definitiva. Lo leí cinco veces, tan tierno, y yo sin poder hacer un pobre enunciado. Cómo demonios le habrás hecho para tenerme así, tan encantado con tu cara y con tu alma. Hoy fue un día de esos en que se pueden ver películas en la oficina sin que la jefa se entere y te reporte de inmediato con el todopoderoso y pida indicaciones puntuales sobre el castigo para después anunciártelo tras un beso en la mejilla. ¿Podré escribirte? Por supuesto, concéntrate, empieza -me propuse. Empezar, empezar, empezar. Qué fácil. Me viene a la mente nuestro primer encuentro en la oficina de Cassandra la directora, la Muestra, el pan, los eventos y los grupos, las desmañanadas, tus papás, los corajes y la estocada involuntaria, suave y encubierta para dejarme loco y triste por vos. Yo seguiría enloqueciendo y tú mantendrías incólume tu necio e indestructible “no fuerces las cosas, lo que vaya a pasar pasará”, como si un tronco pudiera quebrarse con la sola mirada, como si uno no tuviera que pegar y pegar con el hacha hasta que por fin cediera. Pienso en Cortázar por eso de “¡No te extraño! Sólo cosas menudas de repente me faltan y quisiera buscarlas: el contento, y la sonrisa”. Me pregunto qué harás en tu nuevo empleo y cómo te iría en tu graduación y si leíste el mensaje que te mandé desde ese frío pueblo. Te imaginé toda feliz, radiante y sonriente al lado tu padre hablando de vos y de tu infancia y de cómo has crecido, estoy orgulloso, y un poco de jazz. Tus compañeros, tu ex novio (¿ex novio todavía?), la música y tu vestido cuidadosamente elegido. El peinado, qué va, seguramente estás más linda que nunca. Casi puedo decir que te veías como Cass, la chica más guapa de la ciudad, el personaje de Bukowsky. Ay, Dios, Gely apaga su computadora y me dice vámonos, ya son las siete. ¿Las siete? Sí, ahora sube don Berumen, “vámonos, jóvenes, qué pues, ¿harán horas extras? Me voy, sean felices”. ¿Cómo irme sin postear esta confesión? ¿Qué te diré por correo? Quiero contestar tu despedida, es el momento preciso. Y debo hacerlo bien, sin amenazar el posible futuro. Me quedo un rato más, Gely, descansas, nos vemos mañana. ¿Y lo que quería decirte? Hablo y hablo y hablo, pero no escribo nada. No escribo que vi por el retrovisor cómo te alejabas y cómo desaparecía tu carro en medio del tráfico y entonces mis ojos brillaron. Me esperé hasta llegar a casa. Antes de abrir la puerta comencé (comenzar, comenzar, comenzar) a llorar y, una vez dentro, enlisté canciones puntillosas y un poco de tequila para tallar tu última imagen. Lloraba y de pronto reía, hace mucho no enloquecía (entiéndase enamorar) como enloquecí por ti. Por eso esa despedida. Tú ahí en tu carro y con prisa. Adiós, suerte, nos vemos, no seas dramático, no me voy a Timbuctú, a menos que tu mujer no te deje. En un minuto la cara se me desencajó. Los dos ahí; yo nervioso, sujetando mis ganas de besarte y tú checando el reloj. Me despedí de ti y en segundos, de golpe, el horizonte se hizo pedacitos. Pero qué poco talento. Faltan cinco minutos para las ocho, todos se han ido y yo sin empezar, ya no terminar, la carta que planeé mandarte hoy mismo. Termina el día y mi rutina ya sin ti, sin tu presencia, mejor dicho. Me hubiera gustado concluir el texto y enviártelo antes de que mañana me pidan otro informe con el lenguaje correcto y podrido de siempre. Estoy harto de los días tan insoportables sin vos. Harto de ser tan sensato y harto de no “forzar las cosas”. Por consiguiente, licenciada en negocios o comercio –o algo así-, Laura con G, prefiero gritarle que la extraño, a usted y a sus pasos en voz alta; estruendosos, quiero decir. La extraño y siento decírselo desde donde no puede oírme. La extraño y me duele; disculpe, usted. Me duele en los ojos, en la piel y en el pecho. La nostalgia que usted me dejó entra como un airecito frío en mi garganta vacía e irritada y cada vez que respiro me cala y me da un tirón desde ahí hasta la nuca. Me estremece, licenciada Laura con G. La presente es sólo para advertirle, no avisarle, que aquí reposa insistente en mi memoria junto con sus burlas, su soberbia y para confirmarle que extraño esa manera tan extraña de hacerme habitable el día con todo eso que no entiendo de usted. Es tan simple, licenciada, tan simple y complicado a la vez. Los precios subieron veinte por ciento, me llega un mensaje; qué me importa, subieron mucho menos que mi amor por usted. Estoy tratando de explicarle todo eso y solicitarle de la manera más atenta una oportunidad, tan sólo una, para volar un rato junto a usted en una tarde que le quede libre.

Israel Piña

18 de enero de 2007

¿Ahora pa'ónde?

12 de enero de 2007

Tres tristes globos (sin dueño)

Sin título (no se me ocurrió nada, la mera verdad)

Antiguo camino a la Flaca

10 de enero de 2007

Confesiones (3a y última entrega)

Para Laura con G

Qué imbécil me siento. Nunca estuve tan triste.
Como si hubiera perdido la oportunidad, la única.
M. Benedetti

Otra noche sin querer dormir. Algunas noches, si me quedo despierto, puedo atrapar una que otra idea lúcida porque para mí ese terreno está como vedado. Contigo me pasa lo mismo: eres como tierra de nadie en la que se puede esperar todo porque nada hay de la ventana para fuera y cualquier tontería se torna realmente fuerte e importante, y cuando al fin logro comprender una pequeña parte, la entrada de un inesperado destino, inmediatamente estoy un paso adelante y afuera sin que logre entender dónde estuve y a la vez resulta inútil prever los próximos destinos.

Anoche fue una de esas noches. Me quedé por horas tratando de explicarme por qué soy tan irremediablemente estúpido frente a ti. A veces parece que sólo juego a sitiarme en un cuarto insignificante donde soy presa fácil de mis extravíos. Por más movimientos que hago éstos siempre me ubican y me cobran esa estupidez que me produces. Cuando creo estar en el lugar preciso con los dados controlados y algunas cartas bajo la manga, la verdad subterránea emerge y me exhibe en ese cuarto, cercado por mí mismo, porque en realidad tú no has hecho nunca nada diferente: la burla incansable de siempre y los ojos soberbios que no cambian.

Vos sos una gran aficionada a pegarme una patada por el culo y aventarme al subsuelo de las cortesías. Te imagino feliz echándome arena hirviendo en los ojos para luego ensartarme minuciosamente, uno por uno, un centenar de alfileres en cualquier confianza visible. Sin el menor pudor y a la primera oportunidad (que yo siempre coloco, debo aceptarlo) te encargas de apretujar cada confesión mía, deshojarla con sumo cuidado, luego la pisoteas, la escupes y brincas sobre ella con un gran gusto para al fin darte la vuelta, sentarte cómoda, estirar los pies y bostezar.

Y para mostrarte que mi estupidez es infinita (infinita en sus excesos, dicen por ahí), aquí tienes otras cuantas palabras que no pretenden sino confesarte unos pocos lados de esos que me has sacado por ser… cómo explicarte… encantadora, inevitablemente fascinante. Puedes hacer con ellas lo que quieras: reviéntalas, mordisquéalas, córtalas en tiras, ponlas a secar en el sol, guárdalas detrás de un cuadro, cuélgalas en tu puerta, mételas en el último cajón del escritorio o simplemente déjalas entre las páginas de un libro abandonado para que puedas olerlas –conocer su verdadero aroma– allá por el 2020, cuando lo abras por casualidad. Aquí las tienes, son tuyas.




Bellísima (Eduardo Lizalde)


Oigame usted, bellísima,
no soporto su amor.
Míreme, observe de qué modo
su amor daña y destruye.
Si fuera usted un poco menos bella,
si tuviera un defecto en algún sitio,
un dedo mutilado y evidente,
alguna cosa ríspida en la voz,
una pequeña cicatriz junto a esos labios
de fruta en movimiento,
una peca en el alma,
una mala pincelada imperceptible
en la sonrisa...
yo podría tolerarla.


“Fue la única ocasión en que me sentí vivir en pleno, como un animal nuevo y despierto, ágil, sensible, aunque horriblemente preocupado. Estaba, cómo explicarte, deslumbrado ante esos inesperados matices de posesión y de ternura que descubría en los menos comunicables de mis pensamientos. Pasaba como un fantasma por mi empleo, por la calle, por mi casa. Estaba enamorado como puede estarlo un chico de su maestra, o de la amiga de su hermana mayor. ¿Cómo era ella? Bah, era inculta, primaria, pero tenía una sabiduría instintiva que la hacía intocable, una sensibilidad que convertía en perfecto todo cuanto hacía. Hablaba sin gran elocuencia, un poco a balbuceos, pero poseía la elocuencia más difícil: la de las actitudes. Frente al problema más intrincado, su actitud era siempre irreprochable. Tenía un increíble olfato de lo que estaba bien. Un desequilibrio que a la postre me resultó intolerable […] Yo tenía una horrible conciencia de no ser tomado en serio. Pero mi amor, llamémosle así, tampoco era limpio. Estaba, cómo te diré, contaminado de respeto. Y así no se puede, claro. Quizá ella tenía la horrible sensación de ser tomada en serio. Nunca se sabe. De todos modos, era un desequilibrio”. Mario Benedetti


Israel Piña

8 de enero de 2007

Confesiones (2a entrega)

A Laura con G

Porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza
M. Benedetti.


He de confesarte que yo había descartado toda posibilidad de tu presencia en mis acostumbrados desvaríos de una tarde cualquiera. Me trataba de convencer a mí mismo repitiéndome al infinito: “cada vez iré sintiendo menos y olvidando más”. No obstante, en el subsuelo irracional que desmiente nuestros actos obligados y embusteros, allí, en ese fondo duramente veraz y voraz, no estás nunca descartada.

Entonces te soñé otra vez a la menor provocación. Apenas nos separaban unas cuadras ese viernes, después de esa tarjeta y el abrazo, apenas te alejabas y mi pena te extrañaba y gritaba ser, pese a todo, otra cosa más honda y cierta por detrás y por debajo. Y es que ese abrazo –cualquier abrazo para ti, lo tengo claro– de diciembre y “un placer” (¿recuerdas?)… Tú subiéndote a tu carro y yo lleno, completamente lleno y contenido de unas enormes ganas por abrazarte otra hora más y susurrarte como entre sueños que aquí estoy y que por vos sigo con el pecho ardiendo y con un mundo del otro lado del mundo para vos y para mí sobre la palma de mi mano.

Me resigné a no decir nada ante la sospecha de que no me hablarías (como cuando la primera confesión) al volver en enero o tal vez esa misma tarde, y no me quedó sino desear y desear y jugar de nuevo a imaginar, tan sólo imaginar. Me vi golpeando a tu puerta y te supuse recibiéndome –sí, exactamente así– con esos ojos reticentes y tus labios invencibles a punto de burlarse, me decías: “te esperaba”. Luego cerrabas la puerta y el mundo entero era inexistente. Porque de ahí no salía nunca, nunca, nunca, aunque el tiempo se hartara de correr. Yo me sentaba en el sillón y descubría a mis anchas tus ojos y tus caderas y luego tomaba con mis manos tu rostro y tu cuerpo entero y después de contemplarlo durante cuatro siglos, lo depositaba con cuidado, con ternura, sobre mi pecho.

No. No tienes que decir nada, ni siquiera pensar algo. Esto es muy mío, una vacilada sólo para mí. Mira que ponerme a soñarme esperándote en un café con una caja de chocolates y mil abrazos o en una esquina con un ramo de flores y esta carta. Mira que pensar que me querrías por pegar un brinco de aquí al otro lado la ciudad sólo porque vos me lo pides. No, no, no. Sé que estallar con tu figura no basta. Sé que nada de lo que haga es suficiente porque para empezar eres como esa estrella que ni siquiera sabemos –sé– que existe. Eres eso tan hermoso –tan increíblemente lindo– que te pienso muy lejos y distante y a la vez reconfortante hasta el suspiro.

La tuya es una belleza que, no sé, lo deja a uno pasmado por cuadras y cuadras hasta que por tanta distancia uno piensa que nada fue verdad. Tienes una belleza que de una manera silenciosa le encanta la vida al otro, aunque sea por un instante, aquél en que tu cuerpo ágil y radiante se desliza por el aire frente a uno y el tiempo se hace trizas y las angustias van cayendo en pedazos y las estrellas que crispan el alma se desbaratan una por una a lo lejos en el cielo. Por eso no te pido más; no te pido nada en realidad.

No me hace falta pensar en la fórmula, el secreto, la estrategia para acercarme a ti. Me basta con tu contoneo, tu manera tan misteriosa de salir del elevador y encender la luz de tu oficina y a veces –pocas veces– saludar. Tú y tu manera de desplazarte, tus pasos, tu meneo tan dulce y enérgico son suficientes. Basta con que te aparezcas y sonrías orgullosa y tierna, dulce y digna. Es todo lo que necesito para que me reinventes las utopías. Tampoco hacen falta tus desdenes, tu soberbia y ese mandarme a los suburbios de tu vista. Tú y esa costumbre de burlar(te) y evadir estas pobres ansias mías por verte y saber que estás ahí, lejos pero ahí, donde puedo contemplarte desde mi escritorio con los sueños colgando como baba. Está de más esa manera tuya que tienes de relegarme y arrastrarme tan indiferente por semanas enteras hasta donde apenas y me levanto para volver a mirarte y otra vez desvanecerme.

Incluso estas palabras eran innecesarias porque yo frente a vos siempre saldré perdiendo y no quedaré tranquilo como se supone quedan los confesos. Te has pegado tan al fondo que siempre me iré en las noches a caminar por ahí y a soñar un rato que en una de esas, un buen día por la mañana, te encontraré dentro de mi habitación. Pero sólo soñar un rato para que al otro día en punto de las diez pueda otra vez callar e improvisarme un semblante y escucharte llegar por el elevador y mirar desde lejos cómo enciendes la luz de tu oficina y estas ganas eternas y cobardes de volver a confesártelo todo.
Israel Piña

2 de enero de 2007

Genealogía

Eterno Retorno

Todos somos...

¿Dedo o Saludo?

Dime, amigo organillero

Tlacaélel ambulante

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Julio Cortázar