Tranza Poética

"Creo que cada poema es un mundo. Un mundo y aparte. Un territorio cercado, al que no deben penetrar totalmente indocumentados, los huecos, los desapasionados, los censores, los líricamente desmadrados. Un poemínimo es un mundo, sí, pero a veces advierto que he descubierto una galaxia y que los años luz no cuentan sino como referencia, muy vaga referencia, porque el poemínimo está a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza. Y no lo toques ya más, que así es la cosa. la cosa loca, lo imprevisible, lo que te cae encima o tan sólo te roza la estrecha entendedera -y ya se te hizo".
Efraín Huerta

16 de noviembre de 2006

No es una esposa



No estamos acostumbrados. Preferimos el orgullo, los cuellos erguidos y el análisis. Tenemos la osadía de jugar al dios y echarnos a reír. Es una pena. No sabemos escapar de nosotros mismos y de nuestra herencia de cientos de años de excremento moral occidental: supuesto epicentro desde donde contemplamos todo y creemos mover los hilos a nuestro antojo. Decidimos suponer que desde ahí lo controlamos todo, creemos en la línea recta, en lo preciso y en la transparencia, y entonces creemos que nuestra identidad está ahí, inerme, esperando ser abordada y ya, como una esposa abnegada con las piernas abiertas y tibias y con la boca exacta e intacta. No. No es así.

Pero no estamos acostumbrados a aceptarlo. Nadie quiere terminar bajo sus propios escombros; nadie quiere que su carne, vísceras, pelo, poros y la memoria caigan justo en nuestros pies. Supongo que es como saberse un poco más muerto, porque aún hay algo vivo que sabemos que se irá en picada y se clavará putrefacto en algún pequeño rincón. De ahí el intento constante por enterrar, o cuando menos disimular, lo que nos recuerda que somos repugnantes, el horror por lo que quizá siempre hemos sido. De algún modo nos hemos acostumbrado a ocultarnos.

Conozco algunas mañas que sirven para esconder lo que hay entre nosotros y nosotros. Usamos títulos nobiliarios, académicos o religiosos. Nos arropamos de categorías mandadas a hilvanar a nuestro propio gusto (bien, mal, bueno, malo, hijo de puta, un santo, los cuerdos y los locos, quien gana y quien pierde). A veces me parece que tomamos las clasificaciones como fuga o, en el mejor de los casos, como velo. Solemos usar las palabras para negar lo indecible. Con ellas creemos tener completa visibilidad y control, pero estamos lejos, es una falacia. Rebotamos de un rincón a otro, como buscando un lugar seguro para escapar de nosotros mismos sin lograrlo jamás. Para un cuerpo lleno de pus, con llagas agusanadas, no basta una buena gabardina.

Sin embargo hay un camino para perdernos miedo y botar las falsedades. Para arribar a él no se llega en un autobús de primera clase, donde te sirven café caliente y puedes estirar los pies hasta que quieras encogerlos por puro gusto. En ese camino necesitamos retorcernos en nuestra propia sangre: el punto está en reconocernos con una enorme y linda capacidad para orinar sobre el otro. Somos eso que tiembla y tiene escalofríos y los puños tensos, listos para desbaratarnos entre sí. Somos el seminarista pederasta con sus sermones podridos y absurdos, la mujer de las páginas de sociales que se acuesta en moteles de trescientos pesos y no con su marido, el violador que por las mañanas clases da clases ejemplares. Todos esos personajes somos nosotros: locos, estúpidos, enfermos, malvados, mentirosos, asesinos, fantasmas, demonios, el cerdo. Todo eso es nuestra piel y más adentro. Y lo somos porque en el fondo nos regocijamos y emergemos auténticos en esas facetas.

Caben matices, pero esos no los haré. Lo importante ahora es decir que casi todo lo humano, al menos en los últimos quinientos años de historia occidental, lo construimos sobre la soberbia, esa torre desde donde pretendemos ignorar nuestra bestialidad, ya sea con buenos modales, vestimenta fina, perfume, solapas bien planchadas, limosnas, democracia, detalles y tantas otras cosas que encubren la intensión por enterrar sigilosamente al otro que no es sino nosotros mismos (por eso no toleramos a quien lo hace abiertamente).

Siempre estaremos con nuestra bestialidad ahí, en el rincón pero latentes, alimentando a aquélla con su propia opresión. Ahí mismo, en las grietas, en medio de cada momento, se asomará un ejemplar de hombre que no será sino el hombre mismo que deambula en y con nosotros: socarrón pero temeroso, áspero y mórbido, cordial al tiempo que bestial. Las identidades humanas encontradas mutan en un solo cuadro, bajan y de pronto suben, chocan o se protegen entre sí, se mezclan, son como una nube invadiendo un día soleado o viceversa. Somos una figura y otra, a veces con armonía, casi siempre sin lógica. El mundo y nosotros mismos estamos tejidos de demonios celestiales, como el querubín que esconde sus piernas en el infierno. La identidad, entonces, es aquella pared imaginaria que une/divide a la iglesia de la cárcel.

Israel Piña

Codo a Codo

Quetzalcoatl de hierro

Siga de frente

Podrida Prohibida

Lindo DeFeKal

El Origen del Fantasma

El Garambuyal

A CU

Pásale, Hidalgo

La Espera

Juntos hasta en la muerte

El Avión

Nada qué hacer

2 de octubre de 2006

No me molesten

Ni madres

Remolinos

Estaba colocado en el punto exacto que el plan señalaba para matar a la persona sin ningún problema. Sus jefes habían observado durante mucho tiempo las rutinas de la víctima. Ésta siempre salía del edificio de enfrente a la misma hora. Bastaba con que él la esperara ahí con el arma de fuego silenciosa y dispuesta. Él nunca le había visto, pero las descripciones eran precisas: blanco, pelo cano, estatura mediana y regordete, además se dirigiría hacia un automóvil negro. Acababa de colocarse el pasamontañas para evitar que su rostro se impregnara en alguna mirada, cuando su blanco apareció por la puerta, acompañado de otro hombre moreno y alto. Soltó el rifle, como si las fuerzas se le hubieran escapado de pronto. Estaba desconcertado y paralizado. La respiración se le escapó por un momento. El tipo al que debía matar guardaba un enorme parecido con él mismo, incluso llevaba una camisa a cuadros y arrugada, como él solía usarlas. Levantó el arma deprisa y se la acomodó bajo el brazo. Tenía que cumplir con su trabajo a como diera lugar. Los dos individuos ya estaban al lado del carro. El acompañante era el jefe de la mafia contraria a la suya. Empezaba a entender por qué le encomendaron el trabajo a él. Colocó el centro de la mirilla exactamente en el pecho del hombre blanco y rechoncho. Al tiempo que su dedo índice acarició el gatillo, se escuchó un fuerte estruendo que le hizo echarse hacia atrás.

Se quitó el pasamontañas y, cuando abrió los ojos, no podía ver con la misma claridad. Los talló desesperadamente pero en vano fue, pues sólo lograba apreciar figuras deformes, accidentadas y sin orden. Era como si todo se hubiera derretido y a la vez suspendido. Los colores tenían matices impuros, unos se mezclaban con otros, hacían una especie de remolino dando la sensación de movimiento continuo. Todo se superponía, todo se desbordaba a sí mismo. Apenas alcanzaba a distinguir la silueta de algunas cosas, entre ellas la del sujeto al que debía quitarle la vida. Quiso recoger el arma pero ella también parecía escurrirse y rehacerse en otra cosa. Pensó que así no le serviría de mucho. Fue tras el hombre y su acompañante, bajó de la azotea del edificio apresuradamente. Necesitaba alcanzarlo, tenerlo de frente para asesinarlo y cobrar el fajo de billetes que le prometieron y de paso salvar su propia vida, pues si no lograba cumplir la orden él sería la víctima. Al llegar a la avenida, no vio a nadie. ¿Por qué estoy viendo todo así? –se preguntó–. Por primera vez sintió miedo. Aquellas formas insulsas y fatuas le provocaban ansiedad. Dio vuelta a la derecha en la primera calle y en ese momento vio el vehículo del hombre, estaba esperando el verde del semáforo. Corrió hacia él antes de que pudiera escapársele. Llegó a la esquina agitado, con el sudor deslizándose sobre su frente y todavía con la angustia en la sangre. Metió su mano derecha debajo de la gabardina gris que llevaba puesta, se acercó lentamente al carro negro pero el verde del semáforo se anticipó a él. Se había escapado de nuevo.

Enfadado consigo mismo por fallar, se dirigió hacia el parque al que solía acudir para escapar por un momento de todo olor a asesinato, venganza, whisky, tabaco, pólvora, cocaína. Quería la compañía del silencio y nada más. Pasó varias horas en ese lugar. Se reclamó su estupidez demostrada al no poder concretar su objetivo. Había matado a otras gentes en condiciones más difíciles. Este caso era simple, muy simple. Eso sí, nunca su vista había sufrido tal distorsión. No se explicaba qué pasó para que su sentido se nublara de tal forma. Empezaba a marearse, a no soportar la angustia que le causaba ver todo descompuesto: árboles con troncos diminutos y ramas espesas, diluyéndose en sí mismos, con tonos que se desplazan de un lugar a otro, cuyos márgenes se ensanchan y repliegan con ondulación, con un movimiento parecido al de la orilla del mar. Los sonidos no se salvaron de la misma suerte. Eran múltiples ecos rebotando de un lado a otro, lenta o velozmente. A veces parecía que escuchaba las palabras al revés. Aún así, podía –no sin dificultad– descifrar lo que tenía frente a él. En medio de ese mundo distinto, nuevo, pervertido, no podía dejar de pensar en su error, en el hombre regordete y en el jefe de la banda enemiga. Alguna vez estuvo bajo las órdenes del último. En su juventud, cuando dejó la escuela, le fue casi imposible conseguir empleo, si no es por ese hombre hubiese muerto de hambre. Cuando nadie quiso emplearlo, ese hombre, el que ahora apareció junto a la víctima, le tendió la mano, haciéndolo su aprendiz, su discípulo, hasta que un buen día se rehusó a cumplir una orden…

Había llegado de uno de los barrios que estaban bajo el control de su camarilla. Tuvo que matar a unos cuantos rufianes que querían apoderarse del lugar mediante la venta de drogas y armas de contrabando. La operación fue sencilla. Únicamente localizaron el centro de operaciones y los atraparon ahí. Eran tres muchachos como de veinte años, más o menos de la misma edad que él, con la arrogancia en la boca, aguerridos de verdad, pero con la inexperiencia en los pies. Cuando entró, el jefe ya lo esperaba, como de costumbre, con un whisky escocés y un par de puros cubanos. Estrechó su mano con dureza, le dio un fuerte abrazo y le mostró sus regalos. Habiéndose terminado la botella, él esperaba su respectivo pago. Sin embargo, el jefe se incorporó, le pidió que hiciera lo mismo, le tomó por el brazo y caminó con él hacia la oficina. Le pidió que tomara con calma la siguiente tarea que le sería asignada. Era la más difícil –hasta entonces– que tendría que cumplir. Le pidió que matara a su propio hermano, puesto que había traicionado al grupo. No supo qué decir en ese instante, pero segundos después su respuesta fue negativa. No podía hacer semejante cosa. No mataría a la persona que siempre había estado con él. Le pidió al jefe que se asegurara que su hermano, efectivamente, había cometido una traición. Él no lo iba a matar. La amenaza no tardó en asomar la cabeza. “Si no lo matas, te mueres”, le advirtió. El único camino con salida, pensó, era matar al jefe en ese momento. Desenterró la pistola de su camisa a cuadros y apuntó…

¡Noooooo! ¡Judeeeeo, deteeeente¡ ¡Qué diaaaablos te paaaasa! Judeo escuchó su nombre y otros ecos, mientras recargaba su espalda en la banca del parque. El movimiento de la voz no le permitía ubicarla. Miró alrededor del parque con el terror más intenso de su vida. ¿Quién estaría gritando su nombre en ese lugar?, se preguntaba. ¿Habría alguien allí que se llamara igual que él? ¡Muchaaaacho, te he dichoooo que baaaajes el armaaaa, podeeeemos llegaaaar a un acueeeerdoooo! Al parecer, los gritos venían de la bodega que está a un costado del jardín. Prontamente, cruzó la calle y colocó su oído sobre la cortina del local para verificar que de ahí salía la voz. Un disparo, dos más. Pudo abrir la puerta pues sólo estaba emparejada. Allí dentro, su nublada visión se apagó por completo. Los colores insensatos dieron paso a una oscuridad infinitamente densa. Se golpeó contra una pared, luego con un objeto grande. Aparentemente cruzó una puerta. Se trastabilló con otro cuerpo, cuyo calor parecía humano, cuya humedad parecía sudor humano, sólo que más viscoso y caliente. Por fin se topó con otra persona, pudo percibir su agitada respiración. Dedujo que se trataba del asesino. Lo tocó e inmediatamente lanzó su cuerpo contra él. Pensó que era mejor matarlo antes de que también acabara con él. Al poco rato, Judeo cruzó la puerta con el cuerpo en llagas. Su velada visión regresó gradualmente. Pudo reconocer el carro aparcado dentro de la bodega, era el carro negro. Al salir del lugar, su figura se fundió con su mirada. Su cuerpo se arremolinó en sí mismo, su color ya no era uno, se había descompuesto en muchos, no escuchaba su propia voz: flotó y se diluyó en el viento.

Una Chingadera

Durante todo el día el cielo ha estado cerrado. Tal parece que las nubes bien saben de mi propensión a ponerme nostálgico si ellas se oscurecen. También el viento da muestras de su fuerza y vivacidad: las hojas de los árboles nos miran y murmuran desde lo alto, la basura flota sobre el asfalto. El aire de la ciudad está limpio; estos días siempre son limpios. Los días así me dan sueño.

Como todos las mañanas, apenas pude levantarme de la cama. Los ojos me pesaban como la conciencia. El cuerpo parecía ajeno a mí. Ningún rayo intenso de sol que me obligara a despertar. Nada; solo yo y mi estado psicológico que está entre lo real y la fantasía. Quizá sea eso lo que me gusta, ni soñar ni despertar por completo: agonía

De hecho dormí muy poco. Me recosté de madrugada, pero únicamente me enredaba en imágenes tontas o crueles, todas irónicas. Y entre todas ellas, había un sentimiento de haber dejado algo inconcluso (¿acaso existe la conclusión?). No sé bien a bien si fue mi libro pendiente o las palabras ambiguas que escuché por la tarde: lecturas por hacer.

Todo en el universo está por hacerse. “Esto lo estoy tocando mañana”, diría un personaje de esos ojos separados. Todo está por venir. Quizá esa sea siempre nuestra percepción porque esperamos imágenes ideales. Nunca la contradicción. Pero, ¡oh desgracia!, ni el tiempo ni la idea pura existen; lo más parecido a ella es la muerte.

El cosmos es fricción. El big-bang es (y digo “es” porque sigue en proceso silencioso) resultado de la fricción incesante entre partículas. El calor tiene su origen en la misma situación. Hasta en la estructura del agua sólida hay movimiento; mínimo pero existe. Entonces, ¿por qué construir la ilusión del equilibrio negando la contradicción? El camino no es la negación, sino la aceptación de lo irremediable.

El tiempo es una de dichas negaciones. El tiempo cuantificado no existe, es una invención del hombre para negar al dios Caos. Invención primitiva, reacción salvaje. De un manotazo hemos pretendido separar al tiempo del espacio para liberarnos de la angustia.

¿Qué pasaría si aceptamos que las tres dimensiones espaciales y el tiempo son indisolubles (el tiempo como la cuarta dimensión)? Los tiempos se multiplican. Hay tantos tiempos como espacios: cuerpos. El tiempo es una sensación del cuerpo; por lo tanto no podemos aprisionarlo en una sucesión numérica. Tiempo cuerpo. Cuerpo tiempo. Fragmentos y totalidad.

Aunque el tiempo se multiplica no deja de conservar su unidad. Se trata de una pelota multicolor, con distintas texturas y tonos; como nuestro planeta. Esto es, la unidad se entreteje de muchas y contradictorias ideas. Más aún, de las asperezas surgen las ideas: movimiento continuo y discontinuo.

¿Te imaginas el contacto entre dos o más superficies (ideas) absolutamente lisas (coherentes)? No hay fricción, no hay sensación. Hay movimiento pero uniforme: efímero. Es como si una mano recorriera tu piel y tú jamás la sintieras. ¿Qué aburrido, no? Fastidioso lo acabado, tedioso lo coherente.

De entre las grietas que producen los choques, emergen los cabellos y los ojos de lo vivo. De entre los estragos que provoca el movimiento nacen los bellos erizados y las gargantas nauseabundas: la sangre corre, el corazón palpita, el cielo se resbala, el agua vuela, los sexos se acarician, el cuerpo suda, las pupilas se dilatan y contraen, las lágrimas brincan, los dedos tamborilean.

El mundo… nosotros… somos acuosos. No hay coherencia, no hay absoluto. El lenguaje puramente referencial es un cuento. La semántica asesina cualquier ortografía y sintaxis perfectas. El antiheroe, la poesía. El sentido unívoco no existe, ni en los chistes. Siempre hay otro camino para inventar/interpretar. Es doloroso, es cierto, como en todas las fracturas.

En la posibilidad siempre gobierna la angustia y la incertidumbre. Cuando el horizonte no existe, no hay línea a la cual colgar tu existencia. Peor/mejor aún: cuando sabes que puede haber muchos horizontes las líneas de tu cuerpo se rompen; de entre ellas brota sangre, dolor. Un cuerpo sin sangre es un cadáver. Un cuerpo que duele y goza es un cuerpo vivo.

Así que… muera la coherencia absoluta… muera la muerte la muerte de lo infinito… muera lo eterno:

...si algún día ves a Dios, escúpelo a la cara porque Él será el culpable de que el mundo/mundos (sentidos) muera en seis días.

A una golfa

No sabremos jamás que hubiera sido de nosotros sin nosotros. Un instante bastó para quedar fuera de otras historias. El día que tu cabeza se asomó por entre la puerta o tal vez el error administrativo o mis tareas para las próximas materias o tal vez todo. No lo sabremos. Un solo instante y nada más. ¿Qué seríamos ahora si jamás te hubieras asomado? ¿Somos lo que ya no somos por ese breve lapso? ¿Recordar nos valdría para modificar lo que viene? ¿Valdría la pena no ser más? Saltar una vez más, un salto hacia atrás, a donde sólo es recuerdo, la mirada fija y amarillenta, resquebrajada: ¿será posible pisar en un vidrio roto? Irse y ya, sin futuro, sin planes, sin temor a lo que se desvanecerá en el paso, que no es sino nosotros mismos. No estamos acostumbrados. Somos eso que está en la nuca, con todo y los escalofríos, con todo y las peleas tontas, la mirada temblando y los puños tensos, todo eso, tu mamá y sus prejuicios y tu padre con sus consejos podridos y absurdos. El miedo no está en lo que podríamos dejar de ser ahora ni en lo que podríamos ser si todo fuera reversible, sino en que aquello que fue sea de otra manera, porque seguro que será de otra forma, no seremos los del recuerdo, eso es lo que duele, la imagen transfigurada y que en ello se nos vaya algo que poseíamos, de lo poco atrapado entre los dedos. La gente cree que el pasado está ahí, inerme, esperando ser recordado y ya, como una prostituta con las piernas abiertas, con las palabras exactas y los colores intactos. No. No es así. Cambia desde el momento en que se recuerda. Jamás es recordado desde el mismo lugar y ahí se nos va lo exacto. Entonces debo pensar que no ya estás ahí e incluso que en cada línea vas siendo otra o dejando de ser otra, da lo mismo. ¿A qué se está ligado entonces? ¿A la madeja de desvanecimientos? Al fin y al cabo no te has ido como pensabas que te ibas, te has ido de otra manera, de la manera en como yo te he ido corriendo, con mi estilo y mis torpezas, a fuerza de nostalgias vestidas de negro y arrepentimientos inútiles. Tus desdenes y escupitajos sobre mi cuerpo no son humillantes como pensaste. Es más humillante irte creyendo que dejas una huella de determinada talla, de la talla de tu inmundicia y tus ganas de verme muerto o al menos sepultado bajo tu palabrería. Va, qué porquería. Ni tú ni yo. El recuerdo bajo sus caprichos deformantes es lo que gana. Ni siquiera las ganas de encontrarte y tomarte de las vísceras y estrujarlas, enredarlas y arrancarlas de golpe para luego azotarlas en la ventana y en el acto se rajen. Ni si quiera esas ansias por llamarte y sacarte un par de lágrimas con palabras de acero afiladas. Es el recuerdo quien nos condena y lo peor es que no nos enteramos. Creemos recordar a nuestro antojo cuando recordamos al antojo del recuerdo. ¿Quién recuerda a quién? Darle la vuelta una y otra vez a la venda no es lo mismo que darle la vuelta una y otra vez a la venda. Embarrarle odios al pan no es lo mismo que embarrarle odios otra vez, aún tratándose del mismo pan. Te recomiendo dejar el orgullo y los cuellos erguidos. Están de más tus análisis autoabsolutorios, tus baños de dignidad. De cualquier manera nos despreciaste. Tuviste la osadía de jugar al dios, de mover los hilos y echarte a reír. Es una pena, quién te crees para deslizar el tiempo del otro, para corroerlo y pisotearlo. ¿No te diste cuenta que en él ibas un poco tú? Mírate, aplastándome en el puente, lanzando a la avenida mis flores y ese pequeño torbellino de vida que había en mí; ahí también ibas tú, déjame te cuento. No supiste escapar de ti misma y tu herencia de cientos de años de excremento moral, de tu condena occidental, de tu supuesto centro, desde donde contemplas todo y crees mover los hilos, sin rozarlo, sin quemarte o soltar un suspiro, de esos que se sueltan cuando un placer nos libera en su extinción. Decidiste mirar y suponer que ahí lo controlabas todo, que tus anteojos bastaban. Decidiste. Ese es el problema, decidir sin más, creyendo en la línea recta, en el vaso con agua definitiva, en lo preciso y claro. Me da asco tu claridad, tus decisiones, tu sentido de lo correcto. Es pura mierda esclerótica, eres pura mierda pura creyendo fijar el recuerdo.

Mundos enlatados

¿Alguna vez has oído en boca de los ancianos o visto en los multimedia de historia sobre esos seres extraños que, si bien eran humanos, tenían un cuerpo de carne cubierto de piel? Existieron hace un par de siglos. De hecho, se puede decir que son tus antepasados. Eran gordos o flacos, bajitos o de gran estatura, amarillos, blancos, morenos y negros, con cabello negro o rubio, calvos o con largas cabelleras; además eran muchos, demasiados, millones y hablaban idiomas distintos. Todos tan distintos. Pronto fue necesario desaparecer todos los rasgos anteriores (ello se logró gracias a los prelados científicos y sus avances genético-tecnológicos), pues de lo contrario nosotros no gozaríamos de este orden tan paradisíaco.

¡Ah! Pero algunos de ellos poseían características todavía más problemáticas, aunque más placenteras y más dolorosas de lo que hoy conocemos como placer y dolor: sentimientos e imaginación. Éstas, nada tienen que ver con producir eficientemente el producto que te tocó elaborar durante tu existencia (a propósito de existencias, su esperanza de vida era diez veces menos que la tuya); se parecen más a lo que provoca una gota de agua –cuando llega a caer– o un gramo de ceniza viva en los pequeños centímetros de carne que tenemos en el cuerpo. De ese mundo, en verdad te digo, ya nada queda.

Pero nosotros ponemos a tu alcance eso que hasta hoy conoces sólo porque te lo han contado o lo has visto en un disco multimedia. Ya puedes experimentar un sueño, puedes amar, puedes soltar una estrepitosa risa, tal vez llorar o quizá odiar. Si lo prefieres, dolor también puedes pasar. Después de largas y costosas investigaciones, un grupo de expertos en biogenética logró producir una sustancia química muy similar a la que se generaba en el cerebro de aquellos humanos, para luego introducirla en un bonito envase de aluminio. Ahora, puedes adquirir este producto en cualquier centro comercial.

Contamos con una larga lista de emociones y sueños, muchos de ellos hasta ahora desconocidos para ti: podemos llevarte hasta un sillón colocado frente a un ventanal que enmarca árboles de grueso tronco con faldas de hojarasca, donde podrás disfrutar de un buen ejemplar de Cervantes o de alguna pieza de Mozart. Podemos obsequiarte una caminata nocturna por las extintas calles empedradas con olor a caoba. Tal vez quieras sentir un amanecer sumergido en lo que llamaban bosque. O quizá quieras sentir lo que la gente sentía al conversar con los amigos o pasar sus dedos por la piel de la pareja.

Con nuestros productos puedes imaginar un sin fin de mundos posibles, todos previamente clasificados y codificados para evitar un descontrol. Mas no desechamos la posibilidad de que tú realices pedidos especiales. Si, por ejemplo, no te satisface una lata que te lleve a nadar en el agua cristalina de un río o de una playa, de esas que hace años desaparecieron, puedes solicitarnos –vía galaxinet, por su puesto– el escenario que te gustaría disfrutar, anexando la fuente documental donde supiste de él.

Si tú quieres y tus arcas lo permiten, también te ofrecemos la sustancia química pura, es decir, no se trata de un sueño en específico ni de un sentimiento previamente seleccionado. Simplemente consumes la sustancia activa en bruto y el ambiente surge, como si hubiera estado escondido durante años esperando la llave correcta para escapar. No hay nada previo en el envase, todo lo construyes tú: eres la génesis, las manos de alfarero y el ocaso de lo que consigas.

Por recurrir a la nostalgia del pasado, el producto que hemos logrado confeccionar, hemos sido atacados por los sectores más letrados de la sociedad, lo han calificado de anti-moderno, de atentar contra los valores universales del hombre y, por lo tanto, de socavar el orden conseguido con al inversión de tatos esfuerzos durante decenios. Lo cierto es que más allá de desafiar el statu quo de nuestro mundo, esta innovación mercantil permitirá dos cuestiones: controlar lo que otro pudiera mal usar y, dos, enfrentar a nuestros ciudadanos a la angustia de la imaginación para que valoren su rentable vida.

Fantasmas

La mayoría de las cosas que esperamos jamás llegan. Y si llegan, no es como las esperábamos. Pero… ¿no es eso lo que nos mantiene despiertos en la penumbra de nuestras vidas? No sólo esperar algo nos pincha el deseo, también el esperar que algo no se vaya jamás, nos mantiene alertas y, peor/mejor aún, en ocasiones también esperamos que algo se vaya y nunca se va. Dedos entretejidos que van a ninguna dirección: algunos desaparecen otros se anuncian –pero sólo se anuncian- y uno que otro se queda ahí. La nostalgia tal vez nunca se va. Cuando creemos que se ha ido, en realidad sólo se ha escondido para engordar y después explotar: llanto, gritos, alcohol… lluvia. Lluvia recuerdo. Pasado en la piel; presente en la memoria. Gotas que caen como alfiler en la añoranza. Charcos con cielo nunca visto. Los días nublados y su lluvia son por todos tan temidos, pues muestran la fragilidad de nuestro mundo. Mundo hecho apenas de papel. Además, las gotas nos recuerdan que no somos más que cuerpo: prisión y útero; líquido amniótico para resbalar en el mismo charco. Masoquismo o conciencia fundante, no sé, pero a mí me agrada caminar con la lluvia sobre mi espalda. Casualmente lo acabo de hacer anteayer. ¿Lo ves? La nostalgia y el placer son la misma cosa. A veces las creemos distintas: ficción, ilusión. Necesitamos en el mismo altar a Eros y Tánatos, Apolo y Dionisio.

Entre la muerte y la vida se enredan infinidad de hilos por los que se desplaza el sentido. Se trata de trampas o bromas que le jugamos (¿o nos juega?) a las prisiones de este mundo, a las soberbias que tanto odio: racionalidad técnica instrumental y pragmatismo. Los distintos tonos entre el negro y el blanco nos pertenecen, por ellas tenemos oportunidad de deslizar lo que los formalismos desechan: deseo, placer, miedo, ansiedad, sollozo, amor, locura, absurdos, imaginación, pasión. Guanajuato es una ciudad levantada por dichos tonos o hilos. Ella en sí misma es uno de esos hilos. De ahí su capacidad para atraparnos. Es la ciudad de la locura, del pasado sangrando, de los fantasmas insatisfechos. ¿Seremos nosotros fantasmas insatisfechos? Tal vez; los fantasmas no tienen forma, se alejan de ella, la repugnan. Quizá por ello nuestro acercamiento se parezca más a la mezcla entre entes disipados que a una fórmula matemática. Qué le vamos a hacer, si ya caminamos por la “calle melancolía”.

En la nuca

- El mundo está justo detrás de tu nuca, ¿lo sientes? No, que lo vas a sentir, ni siquiera imaginar. Siempre has sido el mismo que los demás pretenden que seas.

- No se trata de sentir nada. Cuando se sabe que ahí está como algo inevitable, no es necesario saber nada más. Siempre con tus complicaciones. ¿No puedes aceptar el mundo sin exigirle ideas a cambio.

- Estás muerto, Ignacio.

- ¿Y quién no lo está? ¿Tú crees que porque hablas estás vivo? Vaya equivocación. Eres muy... inocente. Sí, inocente, eso es lo que eres. Nunca se te ha ocurrido que eres un muerto o espíritu que camina en los dientes de otro que también se cree muy vivo pero que en realidad es un muerto más que forma parte del polvo de alguien que vivió realmente. Mira que eso de creerte verdadero.

- Mejor cállate ya que este frío cala como tú. Ya son dos días que no nos traen ni un pan duro. No han asomado ni puta palabra. Haber cuánto duramos a este paso.

- Y para qué quieres durar. Un millón de veces meter el cuerpo en la misma mierda. Es verdad que de vez en cuando debemos hacerlo y sangrar un poco, pero nosotros ya no tenemos ni una gota de sangre. Sería mejor estar muertos y que esto sólo sea un paso a algo más grande y menos inmundo y mañana, que puede ser dentro de mil años o hace cien, vos estés del otro lado del mundo, no el de la nunca (¿por qué detrás?), mejor en los ojos o la nariz o si quieres la boca.

El aire era tibio

Lo primero que recuerdo es estar en un cuarto con olor a hojas, a cientos de palabras empastadas. Tenía cuatro, casi cinco años. El aire era tibio y se instalaba de golpe en la nuca. Había un ventanal con cristales de humo por el que atravesaban delgados hilos amarillos de sol; se estrellaban directamente entre el techo y la pared y resbalaban por el librero. Afuera se escuchaban voces, llantos, gritos. Todos me aturdían, prefería encender el radio; tomar un libro con fotografías y pasar cada página dando saltos, subiendo y cayendo: movimientos discontinuos para subsumir un mundo que no existe, que no se toca y por eso mismo no te daña. Ahí se respira mejor, los ojos no se nublan, la quijada no te tiembla, los recuerdos no te exprimen. Una palabra, una frase, una nota y un compás. Giras y giras. De pronto, un estruendo absorbe el aire que rasguñas. Cuando levanté la mirada, mi tío había abierto la puerta. Yo sabía que tenía que salir a reserva de merecer un ligero castigo. Recorrí el pasillo con el pecho comprimido, me sentía miserable por tanta cobardía. ¿Por qué sólo yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Tuve que pasar enfrente; no pude ver más que dedos inquietos; no me atreví a ver por encima de mis hombros. Los dedos de la gente tamborileando los vasos de unicel, parecían moverse lentamente, pero con una fuerza tal que sellaban mis párpados. No pude, di media vuelta y aceleré el paso en línea recta, azoté la puerta, coloqué el seguro… y el aire era tibio y se instalaba de golpe en la nuca. Luego, una canción, un libro, una imagen sin significados afilados, sin colores brillantes ni sonidos agudos. Todo lo creas allí, todo se mueve, nada se impregna a los poros, menos el dolor. Entonces comprendí a mi abuelo: él quería estar allí metido porque se parecía a mi mundo, él debió haberse instalado ahí, no había por qué llorarle pues por voluntad propia aceleró el paso en línea recta a donde el aire es tibio y se instala de golpe en la nuca.

Por última vez

Alzó el pubis, no sé si en señal de placer o de ofrecimiento, lo más probable es que en señal de ambas cosas. Cuando a una mujer se le ha causado el suficiente placer, levanta el pubis en señal de ofrecimiento. Lo ofrece, sin embargo, no para que la poseas, sino para poseerte: en él te derramas y te absorbe.

Maribel lanzó un gemido. No conozco humedad más dulce que la de ella. Su sabor, vaya sabor, eterno e implacable. Su cuerpo tiene un vaporcito que te jala como un vórtice, vas y venís a su antojo, a su ritmo y urgencia. El mundo se desvanece, huye como espantado de tanta perfección. Es sólo por un instante, es cierto, pero el sexo jamás volverá a ser el mismo.

18 de septiembre de 2006

Tarde en Guadalajara

Pa' juárez

¿No que no?

A trabajar

Aguamala

En tu último minuto

Israel Piña

Los pies te recuerdan que estás despierto. Uno, dos, tres pasos y apenas percibes la áspera textura y el calor del suelo, aunque son suficientes para saberte real. El sentimiento de tranquilidad que te moja la piel jamás había tardado tanto en evaporarse: aún hay restos de océano sobre tu cuerpo. Decides sentarte en la jardinera contigua a los murales; siempre te molestó pasar por ese corredor, pero ahora no te importa hacerlo porque el mundo ya no es el mismo. ¿Recuerdas la primera vez que pasaste por debajo de esas pinturas mal hechas? Los puestos ambulantes aún no invadían los pasillos de la escuela, nada de dulces, chocolates, donas, chicharrones, mucho menos discos, lectura de cartas y libros viejos. La librería tenía una sola puerta, la que está detrás de las bancas con tableros de ajedrez. Eso sí, los ejemplares siempre han tenido un precio por encima de lo admisible. La gente… esa todos los días es distinta, aunque se trate de las mismas personas. Mírate tú, ayer cruzaste por aquí con la mirada clavada al piso y los oídos en el pensamiento y con los hombros henchidos de tareas pendientes. Ahora te sientes como aquella playa que conociste cuando tenías seis años: en el horizonte se dibujaban cirros teñidos de azul y rojo, flotaban encima de la línea que avisa que el mar acaba; exactamente en ese punto intermedio, la oscuridad más densa anidaba y luego se desvanecía poco a poco hacia la orilla, no había más voces que la del viento, voz que te hallaba con una fuerza extraordinaria, que te acariciaba con una ternura inexplicable, que te envolvía creando una cápsula a tu alrededor; tenías la sensación de que tu cuerpo se negaba a la fuerza de gravedad, pero tus pies, por el contrario, cada vez más se adherían a la blanquezca arena.

Miras un poco a todas esas personas que se encuentran a tu alrededor, respiras con mayor fuerza para volver a comprobar que existes y que lo demás es cierto. Crees que no es suficiente, necesitas algo más simple que eso. Las cosas que uno hace mecánicamente en la vida real, cargadas de una lógica tan transparente que ya no es necesario pensarlas sino hacerlas, en los sueños se presentan con una gran distorsión irracional. Te inclinas para tomar tu mochila, pensando en que si abres el cierre correctamente, quedará descartada toda posibilidad de ilusión. Sin ningún problema, logras sacar el libro de poesía que has leído en los últimos días, lo abres al azar, no hay elección consciente, simplemente partes el volumen en la página que un ímpetu te indica. Comienzas a balbucear "Mi Vida Anterior" de Baudelaire: "Habité largo tiempo en pórticos grandiosos / por los soles del mar teñidos de cobalto…" Un poema justo para tu estado de ánimo. No puedes evitar la comparación entre los versos y la noche anterior. En ambos momentos hay una ventisca tan tranquilizante que se estrella sobre tu cara, con un ritmo que no corresponde al tiempo convencional marcado por un reloj. Es un ritmo que va más allá de las manecillas sobre unos números. No es posible medirlo, sólo sentirlo: se corta con tu espalda y regresa a ella por un costado tuyo, hace una especie de semicírculo donde tú eres la línea recta, va y viene, cambia de dirección, juega con tu ropa, agita tu escasa cabellera, te obliga a cerrar los ojos, una vuelta y otra sobre ti mismo y se impregna a tu piel. Entre cada palabra del poema se cuela la misma brisa que te asaltó unas horas antes, cuando sentado sobre el pasto húmedo, con tu espalda sobre un enorme pino, tus brazos apretaban tus piernas contra tu pecho y tu barbilla se hundía entre las rodillas, para esperar a que rompiera el día.
"Un aplauso por el éxito de ventas, más de quinientos mil ejemplares…". Estás apenas a la mitad del homenaje a unos intelectuales-empresarios (o al revés) y no puedes evitar que tu garganta respire nauseas y tus ojos vean mareos. No soportas ni un minuto más el asco que te provoca el discurso donde el mundo aparece envuelto en un dólar, como para cubrir su aridez y para disimular los ajados sueños. Abandonas las butacas con escalofríos en los huesos. Te detienes en la puerta y das media vuelta para observar a todos los asistentes: los encuentras bien peinados, con ropa de lo más fina y perfumes caros. Liberas una leve sonrisa porque te das cuenta de que olvidaron pasar por la tienda de las quimeras. Afuera del auditorio hay una mesa con una persona detrás que llena decenas de copas con vino barato, te acercas para tomar una; cuando tu cuenta suma seis, el espectáculo apenas acaba. La concurrencia aparece por la puerta con sus caras blancas y las ojeras colgando, absorbiendo toda luz que se atraviesa por su paso. Se van formando grupos de cuatro o cinco personas que cogen una copa y algún bocadillo. Tú sólo te desplazas entre los círculos para escuchar las conversaciones, pero no rebasas los tres minutos haciendo esto, pues sólo hayas frases con ropaje numérico. Siempre has detestado las pláticas cuyos referentes nacen en un centro comercial o en un antro, en el banco o el estadio, en las comodidades de un automóvil o de una casa. No sabes por qué el paladar te da vueltas tan aceleradas. -¿Será el vino o las palabras que anidan aquí?- te preguntas. Con la mirada buscas el baño más cercano, luego te andas hacia él para mojarte el rostro. Penetras tus ojos en el espejo y sales corriendo, entre estatuas, de esa universidad.
Cae un ligero aguacero sobre los poros del asfalto, pero contrariamente a lo normal, el Periférico luce como en una mañana de domingo. Hay pocos carros y muchos conductores alegres. En medio de aquella vena vital (ahora con vida) de la ciudad, te asalta un deseo: caminar, con el frío en el rostro y el calor en lo incierto, con la luna en la espalda y la mente en los sueños, de esos que te invitan a olvidar el vientre de la certeza, de esos sueños que te hacen levantar un suspiro de pie, con los ojos puestos sólo en soñar, sin una trama trazada y visible, con la misma probabilidad de despertar y no despertar. Determinas arrojarte a lo indeterminado de la neblina nocturna sin ningún impermeable. No quieres deambular sin antes tirar por un lado el mapa, la brújula y el miedo. Y ahí estás, sobre la avenida vuelta río, sin preguntarte a dónde el mundo nuevamente es sólido. Cambias de dirección para dirigirte a… De Periférico a Vallejo, doblas por Circuito Interior y te desvías en México-Tacuba, tomas Juárez y das vuelta en el Eje Central. Los mariachis están esparcidos desde la esquina del Palacio de Bellas Artes hasta la plaza Garibaldi, invaden el carril de la extrema derecha de la calle, exponen sus cuerpos y el de sus instrumentos ante los vehículos, torean a éstos, hacen toda una serie de suertes por obtener la oportunidad de mostrar su repertorio y para desquitar el tequila que usan para calentar la garganta. Pocos logran su cometido. Llegas a la plaza, sólo quieres escuchar un poco de música. Sin embargo, no logras ni aparcar porque tu cartera no es lo suficientemente gorda para conseguir un espacio. Te conformas con ver rápidamente y de lejos a toda esa gente: mariachis de piernas enclenques y abultado abdomen, tocando y cantando lo mismo para parejas de enamorados que para un tipo ebrio parado sobre basura. Te alejas con la sed de lo que no pudiste escuchar.
Otra vez te encuentras en la esquina de Juárez y Lázaro Cárdenas, sólo que ahora te sigues de frente por Madero, que luce y huele mejor con más humanos y sin tanta gente. Humanos transitando entre la tenue luz que despiden los faroles, deteniéndose al pie de todo edificio para poder contemplarlo. No hay basura, la calle está limpia y tranquila. Son las horas más apacibles pero fluctuantes del centro, las que más lo acercan a ser un corazón donde la vida fluye. Vas en silencio, buscando en la memoria un sitio para sentarte a beber cerveza. Necesitas algo del tamaño de tus bolsillos. Te estacionas enfrente al café El Popular. Es buen lugar -piensas-, en sus paredes aún quedan las palabras que hace años compartiste con tus amigos. Ahí pasabas tardes enteras charlando de tu convicción por dedicarte a la fotografía o tocar el cello. Una mesera te recibe con un "buenas noches" y te señala las mesas disponibles. Sin calcularlo te sientas en la que está ubicada debajo de la escalera. Otra mesera te muestra la carta. Tus ganas de cerveza desaparecen en cuanto observas todas las posibilidades que tienes para escoger. Te decides por una cena y un café americano. Dos voces, una enérgica y la otra acelerada, llaman tu atención. Son dos tipos sentados en la mesa que está al lado de la tuya. El primero, moreno, robusto, con ojos impetuosos y sonrisa socarrona. El otro tiene el cuerpo precipitado, las manos impacientes y una sonrisa exacerbada. No puedes evitar prestar atención al diálogo que sostienen sobre sus marchas oníricas. También hablan de los caminos olvidados por un mundo que se sumerge en formol. Nos han robado la expresión -dice uno de ellos- para secarla en una máquina. ¿Cómo empaparse con el sudor de la emoción -pregunta el otro- si se pretende hacer creer que todos los senderos ya están andados? Te acabas lo que queda de café de un solo sorbo. Dejas la cuenta sobre la mesa y sales aprisa del merendero.
Te alejas del centro por Tacuba, conduces hacia Reforma. Al fondo emerge el Ángel de la Independencia. Acomodas la camioneta en un callejón oscuro que está cerca de la Diana. Te diriges a la Zona Rosa, quizá allí encuentres más gente y menos humanos. Pero las calles están prácticamente vacías, hasta las prostitutas están en sus casas. Sólo se te acerca uno que otro vendedor de boletos para entrar a los antros. Te irrita la forma en que lo hacen: no es una invitación, es un asedio. Tu cuerpo es un signo de pesos para ellos. No eres otro humano en su cruda mente, eres una oportunidad para hacer dinero, para hinchar sus arcas. Ni siquiera los ves a los ojos, sabes que las rocas no tienen mirada. Además de los cazadores de cuerpos de metal, te topas con camarillas de homosexuales en espera de carne sin ganas de espíritu. Son la personificación del instinto mismo. Después de siglos de estar oprimidos creen que la posición extrema es el único camino. Finalmente están en el mismo punto: unidimensional, cerrado, sin ventanas y con una sola puerta. Toda esa gente, homosexuales y vendedores, son un agobiante espacio sin voces con oportunidad de encuentro. No hay tal, no hay contacto con el otro, pues se ve al otro no como otro sino como cosa. Todo es artificial, toda la Zona Rosa es una construcción para mitigar la angustia. Hay sexos abiertos a la cópula, drogas, música gestada por un ordenador para facilitar su producción y consumo, cuerpos que cambian el calor por monedas, bebidas que embrutecen en vez de embriagar. Todo está montado sobre una ficticia vida sin dolor. Ahí está todo, no es necesario buscar otras coordenadas. Es más, buscar otras esferas resulta hasta insano. Antes de ser aspirado por ese tipo de normalidad desapareces inmediatamente.
Atraviesas Florencia hasta llegar al Ángel, que se alza altivamente sobre Reforma, que reemplaza la sangre y la osadía por unas cuantas piedras y luces. Te sientas en las escaleras que dan hacia el norte, cuyo inicio está precedido por dos leones y una escultura del cura Hidalgo. Recuerdas la ocasión en que tu profesor de historia destrozó la representación que tenías del padre de la patria. Según él, nunca se tuvo pintura o dibujo alguno de Don Miguel Hidalgo, lo cual era un grave problema para los dueños del país. Cómo sostener que alguien existió de verdad cuando no se tiene ninguna imagen de él: si nadie lo aprecia, no existe -pensaban nuestros gobernantes. En esas condiciones le asignaron un rostro ajeno, que pertenecía a uno de los antiguos habitantes del Castillo de Chapultepec. Te estremeces en el recuerdo. Cómo es posible reducir un individuo a una máscara. Cómo negar la falta con una insulsa materialidad. No es más que ficción aunque no se acepte. El héroe que, supuestamente, nos dio patria es sólo una virtualidad. No entiendes por qué el hombre se empecina en otorgar un único cuerpo a las cosas, a los sujetos, al universo. No entiendes por qué ocultar el plasma que somos: cambiantes, móviles y mórbidos. Ya ves, al comenzar la noche añoraste música mexicana y cerveza, pero degustaste un café y el discurso de dos locos. Ahora gritas silencio para escuchar a tus entrañas palpitar. De pronto, una pareja se acerca a la base del monumento y detrás de éste aparece un grupo de mariachis. Ahí los tienes, no los reclamaste tú ni aquí pero están a tu lado. Disfrutas canción por canción. Disfrutas todo el acto. No es común encontrarse un escenario de este tipo y eso te deleita. Te retiras de ahí con un sentimiento agradable por ver un drama con actores que se mueven de su lugar asignado.
Después de un largo camino llegas a San Ángel. Sólo hay una parte para acomodar el vehículo. Está un poco oscuro y solo. No te importa, sabes que eso no implica necesariamente un peligro. Bajas y te dispones a caminar por las calles empedradas. Te conmociona el sitio. No se asemeja en nada al resto de la ciudad. Hay sombras, muchas sombras que son parte del juego de luces de ese rincón. Los faroles que alumbran no fueron colocados con la intención de clarificar todo. Se trata de una luz tenue pero suficiente, que se resbala por los antiguos muros y se encuentra a veces con un árbol, a veces con una cruz o con un arbusto, dando a luz a las sombras que se asientan en la lobreguez de un recoveco. Por las callejuelas respiras el olor a caoba de las puertas, el olor de las plantas que forman los jardines de las residencias. No hay ninguna casa igual. Todas están construidas con singularidad. Tampoco hay construcciones sencillas. Imaginas lo complejo y tardado que ha de haber resultado diseñar y levantar todas esas casas. Caminas lento, con la mirada desembarazada, con el cuerpo espontáneo y el olfato gustoso, pues necesitas impregnarte de todo lo que está ahí, ya que no puedes ver qué hay más allá de la calle. Te colocas frente a una lámpara que genera sombras más grandes que los propios cuerpos, abres los brazos y las piernas, formando una cruz. Tu sombra baja por la calle, apenas distingues su límite, está fuera de toda lógica; como tú mismo. Te haces más grande de lo que creías. Te das cuenta de que estás transgrediendo la noche con tu caminar. Estás profanando tu cama al ofrecer tu figura a un lecho que penetra la media noche y que no escapa a ella y a todo lo que implica la misma. Llegas al límite de la colonia y emprendes el regreso, que resulta otro viaje en sí mismo.
Con éxtasis en la sangre, manejas en dirección al poniente. La vía que tomas azarosamente te lleva hasta la delegación Magdalena Contreras. Es de las más modestas que has visto. Es un edificio antiguo de dos pisos. Enfrente hay una pequeña plazuela con su respectivo quiosco y las imprescindibles bancas, además de tres murales esculpidos con pasajes sobre luchas obreras y campesinas. Detienes el auto y lo colocas al lado de un pequeño parque. Aprietas el paso con la mirada puesta en el quiosco, pero apenas pasas cerca de una banca, te detiene una pequeña incrustación de azulejo en el centro del respaldo, con un enunciado que difícilmente se descifra: "…Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí… Augusto Monterroso". En cada respaldo de cada una de las bancas se inscribe una frase distinta de varios autores: Sabines, Neruda, Benedetti, Guillén, Vasconcelos, Zea, Uranga, Sor Juana, Quevedo, Lorca, Machado, Paz, etcétera. Eso le da a cada banca diferentes matices, dimensiones, temples, tejidos y aromas. Después de sentarte en todas ellas y de esparcir tu ser en múltiples signos, te encauzas hacia la iglesia principal. No conoces el camino para llegar a ella, pero te guía su torre que sobresale de entre todos los edificios, pues se levanta con vocación panóptica. Debajo de ella no puedes dejar de sentirte vulnerable, ni siquiera eres capaz de posarte en sus escaleras. Te limitas a recorrerla con la mirada. Un sonido estrepitoso te sacude, parece una ventana azotada. Es efímero, no le das importancia. Enseguida, algunos aullidos rompen el sosiego de la localidad. Con el oído tratas de adivinar de dónde provienen. No consigues nada, se trata de más de una decena de perros que sienten tu presencia. El ruido te da vueltas, te confunde. No puedes evadirlo permaneciendo ahí. Das un par de pasos hacia atrás, giras noventa grados y te lanzas a la fuga con apuradas zancadas.

Entras a tu camioneta todavía con el corazón azorado, la espalda húmeda y el cuello contraído. La enciendes lo más rápido que puedes y sigues el mismo sentido en el que te encuentras. Hundes el pedal del acelerador hasta el fondo, pretendes que la velocidad arrolle la conmoción que desangra tu pecho. Cruzas toda la delegación, tras de ti quedan los edificios con formas provincianas: balcones abrazados por la herrería, escaleras con macetas atadas al barandal, portones con madera bañada en petróleo, muros teñidos con dos colores. Atrás se diluyen los callejones que corren hacia arriba y casi siempre viran a la diestra, produciendo sombras geométricas que parten desde el punto más alto de la esquina para luego caer en pendiente al suelo que alarga el camino. Rápidamente recorres las tonalidades que unen la luz con la oscuridad, los faroles con los árboles, las casas con los montes, las aceras con los arbustos. En fin, transitas por los vasos comunicantes que permiten reparar la coexistencia de los opuestos. A tus espaldas, el pueblo disminuye su tamaño, se contrae hasta desaparecer. Estás en medio del bosque, sobre una carretera rodeada por tres montañas, debajo de un cielo carente de estrellas y privado de luna. La luz de los faros de la camioneta es absorbida con facilidad por la espesa noche. A tan sólo dos metros de distancia tu vista se vuelve torpe. No hay ninguna evidencia para colgar tu confianza. Del camino recorrido sólo conservas imágenes. El camino por recorrer simplemente no existe. Intuyes que la carretera continúa varios kilómetros adentro, pero no puedes apreciarla. Mantienes el paso hasta que un letrero te avisa que la senda terminó. Realizas una maniobra para colocar el vehículo a la orilla y al final del camino que interna en los Dinamos.
Hay una fuerza en ti que te impide apagar la camioneta. No soportas que la nebulosidad perfore todo cuanto te rodea, te angustia pensar que también tu cuerpo se desdibuja por causa de ella. No obstante, te deprime depender de un aparato para conservar el suave ritmo de tu pulso ante tales condiciones. Cables, tubos, ácidos, gasolina, humo, plásticos, sustituyen a tu sistema nervioso. Te provoca repugnancia saberte suplantado por un frío aparato. Después de todo, y aunque respires, eso lo mismo que morir. No, mejor dicho, eso es matarse, suicidarse. Negar la negrura del paraje o luchar contra ella sin ti es como bañarse con cadáveres creyendo que son niños inquietos. No estás dispuesto a prolongar la ficción. Aceptas que tu existencia está enmarcada por los límites que te imponen las tinieblas de la naturaleza. Estás convencido de que también la noche está tratando de observarte. Paras el motor, ahogas las luces. Sales del carro y caminas a tientas hasta un árbol que pudiste esculpir en tu memoria cuando aún los faros se hallaban encendidos; te mantienes, por un efímero instante, de pie, junto a él, con los antebrazos recargados al tronco. Escuchas correr un río, percibes el sonido del movimiento que el viento produce cuando choca con las hojas de los árboles, al tiempo que deslizas tu cuerpo por el mismo tronco. No puedes ver nada, ni siquiera ves con claridad tu propio cuerpo. Imaginas el río y los árboles, hay indicios de que están ahí, pero no puedes saberlo de cierto. También sientes tu cuerpo, pero lo ves con dificultad. Te arrellanas sobre el pasto húmedo, con tu espalda sobre un enorme pino, tus brazos aprietan tus piernas contra tu pecho y tu barbilla se hunde entre las rodillas, para esperar a que rompa el día.
Lentamente, el universo va mutando el color de su corteza. En el lado oriente de la lejanía, justo en medio de la opacidad, emerge una delgada línea rojiza, cuyo grosor aumenta a cada instante, bañando el firmamento de azul en su expansión hacia arriba, y hacia abajo un verde pardo se descubre. Sin que lo puedas evitar, te desborda el júbilo por componer cada detalle de lo que anoche no eras capaz de advertir, incluyendo tu propia corporeidad. Te sorprende encontrar a escasos diez metros de ti un vetusto inmueble con muros de adobe, con el techo derruido, con escaleras que apuntan al infinito, pues no finalizan en un segundo nivel, sencillamente se elevan hacia el Olimpo. Estiras tu cuerpo entumido por el frío y te incorporas de golpe para plantarte al borde de la cañada y apreciar el río. Lleva una fuerza inaudita, surge de la bifurcación de dos montañas y sigue en línea recta hasta donde tú estás, ahí hace curva a la derecha e inmediatamente se halla con un declive totalmente vertical. Te rehusas a estar a esa distancia de la corriente, sientes urgencia por sumergir tu cara en el agua. Bajas cuidadosamente, te acercas, pegas un brinco sobre un pedrusco que queda en el centro del caudal, giras sobre tu propio eje para poseer una representación más completa del ambiente, te colocas sobre tus rodillas y te inclinas para acariciar el líquido con tus mejillas, sostienes la respiración algunos segundos y enderezas tu dorso con ligereza, ensanchas tus pulmones para exhalar con profusión. Sumerges tu mano derecha en el agua para sacar una pequeña piedra, de las que saben vivir en lo acuoso. Te levantas respetuosamente y alzas la mirada, la incrustas sobre la montaña que tiene el costado más escarpado y accidentado, pues en su punto más elevado los rayos del sol se escurren en silencio. Es un movimiento doble: se crea una nueva capa sobre la pared y se derrumba el antifaz que la noche anterior colocó. Inicias el retorno a la ciudad de las prisas, específicamente a Santa Cruz Acatlán.
Terminas de leer en silencio el poema de Charles Baudelaire: "…y en donde todo mi cuidado consistía en ahondar el secreto en que languidecía". Con el verso final se disuelve la evocación de tus últimas horas. Cierras los ojos para despedirte de ese tú que se marcha en el recuerdo y para atisbar la mirada que llevas al momento de volver a la ciudad de las prisas. Abres los ojos y tienes las manos jadeantes. Con mucho esfuerzo logras sostener el libro que se resbala por tus palmas. Con el mismo trabajo logras distinguir las letras vertidas en las páginas. La vista se te nubla, tu cuerpo está empapado de tanto transpirar. Intentas cerrar el texto pero descubres que se ha vuelto permeable a sí mismo. Sus hojas se mezclan entre sí, se atraviesan unas a otras, se cortan sin ninguna dificultad. También tus manos sufren transformaciones, como si el sudor te volviera transparente y penetrable. Súbitamente testificas el desvanecimiento de los poemas y de tu propio soma. El mundo se vuelve borroso. Todo se escapa como el gas que ha estado mucho tiempo enfrascado y encuentra un pequeño orificio para rebasar sus posibilidades. ¡Tiene que ser un delirio, una pesadilla! -gritas-. Pero si todo insinuaba un mundo verdadero. ¿Qué sucedió con la lógica a la que a examen sometí? -reclamas-. En este momento todo resulta inasible por caótico. Un estruendo disipa todo por completo. Una explosión expulsa tu tiempo y espacio. Paulatinamente, el cosmos encarna otras líneas, puntos, texturas, colores, olores, sabores. Sigues ahí y no, porque tú y todos lo demás ya no son los mismos después de la explosión. Tus sentidos y tu pensamiento poco a poco organizan las nuevas formas, les otorgan significados y sentido, nombres. Cuando tu vista se aclara, reconoces los ojos que están frente a ti. Se trata de la persona que te recuerda a un verso de Safo: "Más desdeñosa que tú, Irana, no sé de ninguna".
¿Me escuchaste, te dije adiós? -te pregunta-. Sí, sí -respondes estupefacto-. Echas un vistazo a tu reloj y caes en la cuenta de que sólo ha pasado un minuto. Todo fue un sueño, de esos que son paridos por embelesadas miradas.

Suicidio

Israel Piña
Recordar no es un acto sobre el pasado, sino sobre el preciso momento en que evocamos. No es una visión hacia lo anacrónico porque en el recuerdo nos vemos y verse es una acción en presente, es un verse hacerse y deshacerse. Se hace, inevitablemente, desde y en el presente, no desde el pasado, y en ello está en juego uno mismo y lo que se es. Mirarnos en el espejo de lo que fue nos da idea de lo que somos y, casi siempre, lo que —pese a nuestro necio deseo— no seremos nuca. El espejo interpela, a veces señala, casi siempre pregunta. Terrible. Nos miramos en un espejo resquebrajado en el que nos proyectamos incompletos, fracturados, enfrentados a nuestra pretensión de cerrarlo todo, incluyéndonos a nosotros mismos.Recordar no es asunto de pusilánimes, sino de estoicos suicidas o de personajes muy desfachatados que no temen amputarse algo de sí mismos en el intento, que no temen aventurarse al dolor de las llagas incurables en un tiempo en que todo sufrimiento está proscrito, en que la regla son las imágenes inconexas disfrazadas de completa verdad. Tanta información, tantos datos, al minuto o al instante, como para aliviar nuestro recelo por las fisuras, por el roce, aunque sea a tientas, con el vacío. Se trata de llenar y llenar y rellenar al infinito para no desbarrancarnos en la ausencia, menos en la propia ausencia. Importa la nota del día, la primera plana de hoy.¿Qué sentiste ayer? No sé, no quiero saberlo, no tengo la suficiente furia. Construir el recuerdo es mirarnos hechos trizas, sabernos a un océano de distancia de lo que debemos ser y, lo peor, es también recortarle poco a poco las puntas a lo que queremos ser. Por eso pocos son capaces de pegar un brinco hasta la memoria, porque en el aire se pierden las piernas, los ojos caen y los dientes se desprenden uno por uno, aunque nunca nada haya estado ahí.

15 de septiembre de 2006

Otra vez


Israel Piña

En fin, la pureza de quien no llegó a ser lo suficientemente impuro para saber qué cosa es la pureza. Nicolás Guillén.

Vi a esa hermosa mujer jadear y menearse encima de mí. Algunos dirán que eso es el paraíso, una suerte, qué disfrute. Sin embargo, en aquel momento quise salir corriendo. Ella gemía, incluso gritaba. A toda ella la tenía. Y yo… yo no sentí nada. Quizá una sensación, vacío, completamente vacío, con ansías de que todo terminara pronto. Lo peor fue que tuve que interrumpirlo todo, necesitaba escupir y enjuagarme la boca y volver a escupir. Un asco: es soledad. En el acto ésta se esconde y nos mira, burlona, detrás de las cortinas. En cuanto los cuerpos se separan, ¡b.a.n.g.!, sale y nos aplasta, y la sentimos más gorda y viscosa que antes. Entonces no soportamos la ternura, hasta el beso rehusamos. A veces estamos más solos después de fornicar. La carne firme y un pubis de ofrenda no son suficientes para paliar la tristeza. Se siente uno triste y ya, bajo la mierda. Así de simple; no es nada en especial. ¿Hay más? Hay un abismo entre hoy y hoy, un día más; dos, está bien; cinco, diez da igual, nos acostumbramos, pero no lo suficiente para no gritar, para olvidar que estamos vivos y empolvados y que siete pasos más y volaremos. ¿Adónde? No lo sé. El lugar no importa, la soledad en el fondo es la misma, siempre huele igual, algunas veces reemplaza su olor ácido por algo más blando. Hay veces que pasa eso. Sí, cómo no: la comida, una vagina húmeda, el trago de cerveza; aunque después, casi siempre y al instante, otra vez estemos con el cuerpo cercenado y la muerte entre las cejas. Qué más da. Lo primordial no es escapar por siempre, lo primordial es querer tentar la huída al infinito: la derrota perpetua. ¿Podría ser de otra forma? Imposible. Siempre me ha parecido ridícula, no ya imposible, esa noción del paraíso como la perenne felicidad, la perfección absoluta y desbordada. No es más que una proyección de nuestro deseo. Muchas veces intentamos adelantar el paraíso, traerlo a nuestros huesos: inventamos las bodas, los finales felices, los cuerpos perfectos, la comida sana, las vidas ejemplares, los científicos y sus teorías, los sacerdotes y sus santos. Ni siquiera reparamos en separar la cizaña del trigo porque desde siempre la negamos. Mas está ahí y a diario punza, crece y arde. Está ahí, como una linda mujer en su ataúd y con los ojos bien abiertos. Nos observa y luego suelta una tremenda carcajada. Pero supongamos que el paraíso existe: ¿sería tan bello como cuentan? ¿Tanta perfección es posible? Desde aquí puedo imaginarlo un fastidio, aburrido, un horror. Si todo hay en él y es perfecto, no queda (a quienes estén en él) más que esperar. El paraíso es el lugar adonde van los condenados a no desear. Todo se poseería, aunque no se haya elegido porque la elección indica carencia. Se elige algo porque no se tiene y en la elección algo queda vedado, de tal manera que siempre terminará por faltarnos algo para luego, casi de inmediato, comenzarlo a codiciar y con suerte sentir placer por un instante, tan sólo uno. En el paraíso no podría existir este vuelco, jamás se nos caería la baba por el olor a café, por unas nalgas contoneándose o por el firmamento desteñido. Para estremecerse hace falta pasar por aquí, por la tierra, reptar por ella como vil gusano a paso lento, retorcerse y levantarse en el fuego para al fin caer en cenizas y, otra vez, sentirse desdichado.

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.

Julio Cortázar